Daniel Schwartz
8 Noviembre 2022 07:11 pm

Daniel Schwartz

Mucho ruido

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Los mariachis fueron protagonistas de la cuarentena por el covid 19. En Bogotá y Medellín, a los pocos días de que se decretara el encierro obligatorio, imágenes de conciertos efímeros se tomaron las redes sociales. Conjuntos vallenatos, grupos llaneros y solistas fueron un bálsamo para aliviar, por unos minutos, el desconcierto que produjo la reclusión. Entre todos ellos, quizá por lo numerosos o por su show llamativo, los mariachis se convirtieron en el símbolo de las serenatas inesperadas, los nuevos juglares que, en vez de cantar historias de pueblo en pueblo, lo hicieron de calle en calle. 

Luego la cosa fue cambiando: ya no eran solamente músicos, sino también gente desesperada, gente que gritaba monólogos hambrientos esperando que alguien les diera un plato de comida o les lanzara un billete.

La gente de los barrios del norte en Bogotá no está acostumbrada al ruido, les molesta, y llaman a la Policía para que les devuelva su silencio. Pero durante la pandemia el ruido de la calle se convirtió en alivio y, por un tiempo, pareció existir cierta incomodidad sana, cierta disrupción necesaria para recordar que seguía existiendo un mundo ahí afuera. Eso no duró mucho, porque en menos de un mes las llamadas a la Policía para evacuar a los músicos y a las personas que pedían auxilio volvieron a ser comunes.

Mi pandemia fue tranquila y nunca dejé de emocionarme al escuchar a los músicos itinerantes cantando esas serenatas a ciegas, sin un destinatario claro, y a la espera de conmovernos sin la necesidad del contacto visual. Yo sentía que todas eran para mí. Pero, quizá por la neurosis que generó el encierro, tuvimos un serio problema con el pianista del piso de arriba: al principio nos gustaba su música, pero su estricta puntualidad para comenzar a tocar a las cinco de la tarde la misma canción, equivocándose siempre en el mismo acorde, nos fue sacando de quicio a mi mamá y a mí.

Why Do Rich People Love Quiet? es un artículo aparecido hace poco en la revista The Atlantic, y trata sobre una diferencia insalvable entre ricos y pobres: el ruido. Según el artículo, en el que se cuenta la experiencia de una mujer de origen latino estudiando en una universidad de élite norteamericana, el silencio es, para la burguesía blanca, mucho más que la ausencia de ruido; es, más que nada, “una estética que debía ser venerada”. Le tomó mucho tiempo a la autora darse cuenta de que la exigencia del silencio es una herramienta más para suprimir la alegría de la gente pobre, que, en el caso de la sociedad norteamericana, suele ser alguna minoría étnica.

Nos inclinamos a pensar que el ruido es un rasgo profundamente colombiano, un miedo a encontrarse consigo mismo. Pero no creo que la propensión al ruido sea un rasgo que nos diferencie de otros países: primero, porque se puede estar en completo silencio y jamás conocerse a sí mismo. Segundo, porque el problema del ruido, de la bulla permanente, existe también en otras latitudes. Recuerdo que en Israel el ruido de los humanos es también el reflejo de una división profunda e irresoluble. En Jerusalén, los cantos mega amplificados del llamado a la oración perturban, al igual que la presencia misma del islam, el día a día de los judíos israelíes. Es un problema aparentemente insalvable que está en la raíz misma de una religión y que aparece en la superficie como la punta de un iceberg. El ruido de las mezquitas se ha convertido en un asunto nacional, pero prohibirlo significaría agudizar aún más las tensiones políticas y religiosas entre los dos pueblos.

El señor Gumercindo Rodríguez, vecino de nuestra casa de campo en San Francisco, Cundinamarca, personifica uno de mis primeros enfrentamientos de clase. Gumercindo llegaba los sábados a la vereda después de las once de la noche procedente de su taller de latonería en Bogotá, a oír las canciones de Giovanny Ayala a todo volumen. Gumercindo tenía una casa de campo para desahogarse y celebrar, y nosotros la teníamos para leer, para “desconectarnos del mundanal ruido”, para escuchar ranas y pajaritos.

Me parece que establecer la diferencia entre lo burgués y lo popular a partir del ruido es insuficiente. Pienso que la diferencia está en cómo cada uno, es decir, cada clase social, tramita el ruido. Los campesinos de la vereda también estaban desesperados con el ruido de Gumercindo, pero por alguna herencia atávica del patronazgo decían que no podían hacer nada al respecto. Mis padres, fieles al legalismo ciudadano, decidieron, luego de muchas peticiones, poner una querella, pero por supuesto, no les hicieron caso. Eligieron mis padres el camino de la ley, convirtiéndose, irremediablemente, en los vecinos cansones que llaman a la Policía cuando alguien perturba su silencio. Meses después, descubrimos que varios campesinos, molestos por el ruido de Gumercindo, bajaban las cañuelas del transformador para dejarlo sin energía eléctrica. Ellos sabían que la batalla del ruido se da en las sombras, en la triquiñuela efectiva y pedagógica, y no bajo el amparo de la ley, que en este país solo aplica para los ricos, excepto cuando el problema es de ruido. Nosotros, en cambio, perdimos la batalla: nos vimos obligados a vender la finca y a buscar el sonido de los pajaritos en otro lado.

Hoy, lunes de fiesta, mientras escribo esta columna, soy víctima del ruidajo que emiten los vecinos de al lado en una vereda de Villeta. Unos músicos aprendices ensayan un rap e inician de nuevo toda la canción cada vez que se equivocan, al igual que el vecino de arriba que no sabía tocar el piano. Hace un año –nos contó una señora en la tienda veredal–, varios vecinos se pusieron de acuerdo para silenciar los parlantes de un restaurante que ponía música estridente hasta las cinco de la mañana. Lo hicieron, como los campesinos de San Francisco, con sigilo: mientras sonaba la música, entraron por la parte de atrás del restaurante e hicieron estallar una pipeta de gas que acabó no solo con los parlantes, sino con el restaurante entero. Fue la venganza dura y eficaz de aquellos que no se atreven a confrontar de frente al bogotano que compra una finca de recreo en su vereda, pero también de aquellos que reconocen la ineficacia de la ley y actúan, bien o mal, por su propia cuenta. Porque en Colombia casi siempre sucede que la impunidad es la que manda.

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