Rodrigo Lara
31 Agosto 2022

Rodrigo Lara

Negociar con delincuentes comunes: ¿una apuesta peligrosa?

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La llamada política de “paz total”, una de las banderas del gobierno nacional, eleva un gran número de interrogantes que deben absolverse con precisión por parte de sus más visibles responsables. Después de la radicación del proyecto que modifica la Ley de Orden Público de 1997, que ha servido como marco de diálogo con los grupos armados al margen de la ley, queda claro que, por ahora, la propuesta de paz total se estructura en dos grandes ejes: un proceso de paz con el único grupo armado remanente al margen de la ley, el ELN, y el inicio de diálogos con estructuras criminales sin causa ni origen político alguno.

Los interrogantes principales —y los riesgos grandes para el prestigio del gobierno— surgen respecto de la intención de buscar acuerdos, incluso parciales, con las estructuras criminales, entre las cuales encontramos una miríada de organizaciones, como el Clan del Golfo, las disidencias de las extintas Farc o, incluso, el sanguinario Tren de Aragua, entre tantas.

Algunos dirán que nada de esto es nuevo. Al fin y al cabo, la Ley 1908 de 2018, expedida en las postrimerías del gobierno Santos, creó un marco especial y temporal de sometimiento para las organizaciones criminales y los disidentes de las extintas Farc (GDO y GAO). Lo que sí constituye un cambio radical es la inclusión de las estructuras criminales en la Ley de Orden Público, un instrumento que fue concebido para negociar con actores políticos en armas según los términos de las convenciones de Ginebra y no con delincuentes comunes. Esto nos lleva a preguntarnos: si en un principio se quiso separar jurídicamente el tratamiento de sometimiento de las estructuras criminales por medio de la Ley 1908 de 2018, ¿con qué fin las incluye el gobierno en una ley diseñada para organizaciones armadas de origen político?

El riesgo evidente de esta reforma es que termine elevando el estatus de estas organizaciones, lo que derivaría en el reconocimiento tácito de grupos netamente criminales por parte del Estado, un beneficio notorio para organizaciones siempre ávidas de reconocimiento y legitimidad. Justamente, su falta de legitimidad para lograr obediencia y sometimiento voluntario de la población a su autoridad es lo que explica que empleen la más cruel violencia contra la gente; es mediante el terror que producen los asesinatos de líderes sociales, o del ensañamiento que implica mutilar los cuerpos de sus víctimas, como una organización ilícita logra forzar su autoridad, imponer la ley del silencio y trazar fronteras invisibles en las comunidades como medio para afianzar sus negocios ilegales.

En últimas, elevar su estatus y reconocerlos constituye una forma de consolidar lo que una estructura criminal construye en una comunidad mediante la peor crueldad. Incluso si las negociaciones con estas organizaciones no llegaran a buen puerto, el hecho de que el Estado se siente y dialogue con ellas por fuera de una lógica de sometimiento es en sí una victoria porque las convierte de facto en interlocutores válidos de un gobierno y de los actores internacionales que lo acompañan. Ello puede concluir en una dinámica perversa: entre más violencia ejerza una estructura contra la población civil, más fácil le resulta obtener reconocimiento y beneficios penales. Y entre más reconocimiento obtenga, logra ejercer más poder y control sobre la población y sus zonas. 

Ahora bien, ofrecerles a estas estructuras un reconocimiento puede valer la pena si existe alguna garantía de éxito al final de los diálogos, o al menos una certeza de llegar a acuerdos que protejan vidas. Y aquí surge otro interrogante: ¿Qué voluntad y qué capacidad pueden tener estas organizaciones de entrar en un proceso de diálogo? A diferencia de un actor político en armas que se une alrededor de la lucha por una causa o de una idea, las estructuras criminales carecen de coherencia interna; se trata, por lo general, de criminales confederados alrededor de un pacto de zonificación de un negocio ilícito. Esto implica el riesgo de que entre más se avance en una negociación con ellos, paralelamente se presente un fenómeno de escisiones en la organización, liderado por delincuentes que quieran seguir en el negocio y tomar el espacio que están a punto de liberar sus jefes inmersos en una negociación para obtener beneficios judiciales: la eterna repetición de ciclos criminales, en donde la desarticulación de una organización macro lleva al surgimiento de vástagos aun más crueles y violentos. Así lo hemos visto en el pasado luego de desarticular estructuras como el Cartel de Medellín, el Cartel de Cali o las AUC.

No pretendo condenar de entrada ningún esfuerzo de paz. Siempre es preferible una salida de diálogo y paz a un estado de guerra perpetua que solo cabe en una mente enferma. Pero el gobierno debe ser muy cuidadoso y responsable con lo que pretende llevar a cabo en nombre de sus buenas intenciones de paz. En primer lugar, antes de sentarse en una mesa de diálogo con estructuras de delincuencia común, se deben evaluar los riesgos y beneficios en relación con la estructura misma con la que se pretende negociar; y en segundo lugar, se deben sopesar esos beneficios y riesgos en el contexto general de violencia del país: mientras subsista un negocio tan lucrativo como el narcotráfico, que prospera en zonas en donde no hay Estado, siempre habrá nuevas estructuras dispuestas a regularlo en su propio beneficio.

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