Helena Urán Bidegain
21 Febrero 2022

Helena Urán Bidegain

Para salvar la democracia

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Se comenta que el pensamiento autoritario, racista y antifeminista ya no está al margen, sino que ha penetrado en el centro de las sociedades. En el caso colombiano, en cambio, podría decirse que este pensamiento sumado al clasismo y el militarismo han sido una constante.

A pesar de que posiblemente todos los gobiernos se hayan presentado en el país como representantes del “pueblo”, lo que ha prevalecido desde arriba, aunque con diferentes grados y matices, es la promoción de un modelo político elitista y autoritario. 

Tal y como lo plantea la escritora y filósofa alemana, Caroline Emcke, hoy más que nunca, una patología social, de la que no está exenta Colombia, es la de categorizar a las personas según su origen, religión, color de piel, sexualidad, físico. Sobre estas categorías y señalamientos después se legitima su exclusión y la violencia que se ejerce sobre ellos.

En Colombia la hostilidad a través de los discursos de odio, antihumanistas y antidemocráticos es evidente y en vez de celebrarse que el país cuenta con una sociedad civil cada vez más activa, el gobierno, representantes del Estado e incluso los que desde la sociedad civil se benefician de la actual estructura socioeconómica, estigmatizan, ridiculizan y deshumanizan a víctimas, grupos LGBT+, grupos étnicos, campesinos y sobre todo a quienes expresen su descontento y busquen un cambio. 

Se descalifica, etiqueta y tacha de vándalos a aquellos que se expresan (por supuesto hablo de las protestas pacíficas), de vagos cuando piden educación, atenidos cuando piden trabajo digno, guerrillero o terrorista cuando se cuestiona o critica el statu quo y el poder. La hostilidad y el discurso de odio se materializan después en violencia física.

Ante esta situación muchos guardan silencio. Uno de tipo activo, es decir, deciden guardar silencio (cuando no aplauden abiertamente) por complicidad; en otras el silencio surge por la hostilidad y estigmatización sufrida y convierte a individuos en sujetos pasivos que no logran tramitar lo vivido. Sufren en silencio y solos. Es un silencio que va torturando por dentro cuando ellos han sido torturados por fuera. 

La violencia y el señalamiento arrebatan la capacidad de hablar, de expresarse; paralizan y enmudecen, y esta situación a su vez conlleva una imposibilidad de sobreponerse y de actuar frente al poder excluyente y hostil (cuando no criminal) que los ha sumido en esa situación. El silencio puede así convertirse en el mejor aliado de las estructuras desde donde emana la violencia. 

No pretendo generar sentimiento de culpa en quien como víctima no es capaz de levantar la voz, siente miedo, rabia y desamparo y opta por no hacer pública su situación, más bien busco que seamos conscientes de que estas estructuras y redes ideológicas nos atraviesan y controlan.

Así mismo, quiero exponer que tal como existe una relación entre lenguaje, silencio y violencia, también podemos construir una relación entre palabra y liberación. Pero para ello es necesaria la sociedad civil.
 
La emancipación o liberación comienza por la palabra, por el relato. Es decir, tenemos que construir esa libertad que nos han quitado. Se trata de decir de manera subjetiva “basta” y de construir de manera colectiva un lenguaje común que dé palabras al horror, y sancione al Estado cuando nos daña. Es entonces cuando se reconstruye lo que la violencia ha destrozado y el silencio ha borrado. 

Pero este proceso de resistencia y liberación debe darse desde la no violencia. A través de formas de comunicación constructivas que no reproduzcan el dolor; solo así podremos emanciparnos del sufrimiento y finalmente ver con mayor claridad las estructuras de poder, las redes ideológicas y las políticas violentas (e interconectadas) que pretendemos enfrentar y contrarrestar. Solo así podremos transformar el dolor, solo así podremos salvarnos y salvar la democracia.

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