Daniel Schwartz
10 Mayo 2022

Daniel Schwartz

Patente de corso

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Durante mi adolescencia temprana mi padre me decía que no hablara de política con extraños. Cada vez que nos subíamos a un taxi, yo comenzaba a hacerle preguntas al conductor o a dar monólogos ingenuos sobre la lucha de clases, los paracos y vainas así. Él me agarraba la pierna, abría sus ojos y señalaba con la cabeza al taxista en señal de que no sabemos con qué pueda salir.

Eran los últimos años del gobierno Uribe, cuando cosas tan inocentes como  pedir un acuerdo humanitario para la liberación de los secuestrados por la guerrilla se consideraba una propuesta subversiva y valía el señalamiento de guerrillero. Fue una época en la que el lenguaje estaba cooptado por la descalificación y la deshumanización de quien pensara diferente. Porque es en el lenguaje, expresión del plano simbólico, donde se reflejan los valores que definen nuestras conductas. Y el lenguaje de esa época, que se anunciaba desde el poder y untaba luego al resto de la sociedad, legitimaba ciertas muertes y la persecución a los opositores.

“No estarían recogiendo café”, “guerrilleros vestidos de civil”. Sentencias como estas, pronunciadas por el presidente de la nación, reducían a las personas que no estaban en su bando a criminales enemigos de la patria, era la manera como el gobierno zanjaba las críticas.

Luego llegó el gobierno Santos, y con él, el Proceso de Paz. Aunque las masacres nunca se detuvieron y en muchos casos se agudizó la violencia, se respiraba, al menos en las ciudades, un aire de relativa calma. Como el mismo presidente Santos admitió varias veces, el proceso de paz comienza por un desescalamiento del lenguaje: el primer paso en una negociación es reconocer la humanidad del otro, reconocer que no se está hablando con unos terroristas que quieren destruir al mundo, sino con unos guerrilleros que, por X o Y razón, justificable o no, están alzados en armas. Y así fue. El diálogo en La Habana, así muchos colombianos no lo aprobaran, permitió un diálogo como sociedad que antes, o por lo menos en mis años de vida, no habíamos tenido. Hablamos sobre las Farc, sobre los guerrilleros, sobre lo que significa hacer la paz. Y eso, irremediablemente, permitió que perdiéramos el miedo a hablar de política con desconocidos.

Yo sí sentí, y perdón por llevar estas reflexiones al extremo de la casuística, que le perdimos el miedo al otro: no solo las víctimas fueron escuchadas por el Estado y por el grueso de la sociedad (cosa que antes no ocurría, así ellas nunca callaran), sino que comenzamos a escucharnos a nosotros mismos. Se pudo hablar de paz sin ser un “guerrillero vestido de civil”, así los extremistas siguieran usando el calificativo. El hecho de que por lo menos la mitad del país concibiera a los guerrilleros como colombianos y no como viles terroristas, permitió un debate más serio, profundo y con evidencias sobre el origen y las causas de la guerra. Y ese reconocimiento pasó irremediablemente por un desarme del lenguaje, por el uso de palabras que reconocieran la complejidad que hay en cada persona y en cada idea.

Pero al uribismo le tomó poco tiempo y esfuerzo volver a escalar el lenguaje. En estos cuatro años, el “vándalo”, por poner un ejemplo, reemplazó al “terrorista” de otrora. Un adjetivo que, usado por el presidente, acabó con la legitimidad de quien sale a la calle a protestar y lo convirtió en un ser irracional, cuyo único propósito es quemar y destruir. En poco tiempo el uribismo, disparador de odios y venganzas, nos devolvió a la clásica doctrina del enemigo interno que para justificar la guerra solamente necesita un adjetivo bien puesto. Y ejemplos hay muchos: el más reciente es el del ministro Diego Molano refiriéndose a los campesinos como terroristas narcococaleros para justificar la masacre cometida por el Ejército en el Putumayo.

El sábado pasado viví una situación horrorosa que me recordó a cuando en el colegio hablábamos con miedo de la limpieza social y las bandas paramilitares que se pueden llevar a la gente por tener pinta de marihuanero. Los tipos me intimidaron, sin miedo a que los vieran y a una cuadra del CAI de la Policía, diciendo que eran miembros del Clan del Golfo. Me vaciaron mi cuenta del banco y, sea real o no eso de que son miembros de las Autodefensas, recordé los malos ratos en los que no se podía hablar de política con nadie. 

Luego del susto, hice una relación que no creo que sea una simple coincidencia: los atacantes me hablaron de las ratas de alcantarilla (no tengo muy claro a quiénes se referían, pero puedo intuirlo), mismo adjetivo que usó el presidente Duque para referirse a alias Otoniel, líder capturado del Clan del Golfo. ¿Qué se hace con las ratas que no sea exterminarlas? El lenguaje del Gobierno –y quizá estoy hilando muy fino, pero no me importa– es un mensaje bien recibido por los violentos, es un lenguaje familiar, pues es el mismo que ellos utilizan. El lenguaje deshumanizante se convierte en una patente de corso, esa autorización no escrita que otorgaba la reina de Inglaterra a los piratas para que atacaran barcos extranjeros.

Para quienes vivimos en la ciudad, y en la ciudad “cómoda”, ese escalamiento del lenguaje es un termómetro que da una pequeña idea del horror que se está viviendo en otros lugares del país. Los colombianos que no quieren ver la grave situación que estamos viviendo (paro armado, amenazas a candidatos presidenciales, amenazas golpistas del Ejército, etcétera), seguramente creen que el país está infestado de ratas que hay que eliminar, como se hace con cualquier plaga maligna y amenazante.  

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