Daniel Schwartz
19 Octubre 2022

Daniel Schwartz

Perder es ganar un poco

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El sábado pasado, en la entrada del karaoke de la 45, mientras contemplábamos un pequeño basurero rodeado por rejas, un amigo me dijo que en Bogotá nadie gana. Él es de Antioquia, donde los ganadores sí existen, y donde el hombre, en virtud del sacrificio, sortea con éxito las dificultades y se abre paso por entre el monte imponiendo su voluntad. O por lo menos así se narran, así los narramos. En Bogotá somos distintos. Aquí nadie se comporta con suficiente valor –o lo que se cree que es el valor– más allá de cruzar un semáforo en rojo. Aquí, en la supuesta ciudad de las oportunidades, muy pocos tienen alma de ganadores. Ni siquiera los ricos, que viven mal y sufren desplazándose por la ciudad, a pesar de sus riquezas. Bogotá y Nueva York se parecen: las dos, guardando las proporciones, son ciudades que reciben a quienes buscan cumplir sus sueños o vivir una vida mejor. Nueva York ofrece la posibilidad de triunfar, pero Bogotá ofrece la de fracasar, la de perder la carrera del éxito. Bogotá nos promete la versión poco agraciada de todas las cosas, y ese es uno de sus encantos.

Ese día estábamos despidiendo a una buena amiga que, como muchos bogotanos desencantados, se va a Europa a buscar algo que quizá tampoco encontrará (espero que lo encuentre, porque lo merece). Fuimos a un bar de karaoke, un lugar en el que nadie triunfa, como Bogotá. Me gusta del karaoke que los ciudadanos derrotados, sin darnos cuenta, encontramos un alivio: allí dentro, todos perdemos porque no entramos al karaoke para competir y ganar. Es el lado lindo de la derrota, la ridiculez, el absurdo de sabernos mediocres y malos cantantes, y celebrarlo. El karaoke es el opuesto de los casinos, pues nadie entra con la intención de salir con más de lo que entró: más bien, se trata de salir con menos de lo que se entró, de hacer una catarsis ahí dentro e irse a dormir sin el peso de la vergüenza. Quizá es por eso que, en el karaoke, aquellos que sí saben cantar, acostumbrados a recibir aplausos, se aburren al ver que su talento se celebra tanto como la tontería de los malos cantantes.

El karaoke al que fuimos es un “roto” donde se expone a la clientela la escueta historia del rock capitalino. Es un lugar pensado para los metaleros y los roqueros de antaño, pero ninguno de ellos está entre la clientela. Las paredes del lugar están atiborradas de instrumentos musicales, discos y acetatos, y una colección de fotografías enmarcadas de personajes icónicos –tan icónicos como poco conocidos– de la cultura roquera bogotana. Un letrero cerca de la entrada nos pide el encarecido favor de cuidar la exposición. Más que un museo del rock, el lugar recuerda un gabinete renacentista de curiosidades donde la disposición de los objetos no parece obedecer a una meditada curaduría.

Pienso que el arte del karaoke encaja muy bien con la idiosincrasia bogotana. Ese festejo a la falta de talento hace sentir cómoda a una ciudad que, a diferencia de otras en el país, no sobresale por sus vanguardias literarias, artísticas o musicales. En Bogotá el heroísmo individual, en solitario, es el que determina el enorme talento de sus artistas y creadores, porque hay bogotanos talentosísimos. En Bogotá no hablamos a los gritos, pero cargamos un bulto de emociones que es mejor liberar en un karaoke y no en un trancón o en la fila de Crepes & Waffles.

Puede ser por eso que el karaoke se inventó en Japón, el país del autocontrol, la neurosis, la etiqueta y el silencio. El karaoke es una oportunidad para la liberación de las emociones aprisionadas, un espacio para hacer el ridículo haciendo la mímica del estrellato. En el karaoke los grupos de amigos se difuminan y uno termina hablando y gritando canciones con extraños. El sábado terminamos abrazados con un grupo de oficinistas que, como nosotros, y como muchos bogotanos, no parecían ser de los que hacen amistades en un bar. En el karaoke se deja de temer el ridículo, se cumple la fantasía de la fama, pero con burla: es aceptar la desgracia de no tener talento, allí nadie se burla del otro y a nadie felicitan, nadie se deprime y nadie llora.

En Estados Unidos es un poco distinto. Como sucede con muchos otros saberes aparentemente inútiles, allí el karaoke es prácticamente una profesión. Al igual que el experto en trivias y bingos que se gana la vida en competencias de bares y convenciones, el karaoke también es una posibilidad para saltar a la fama, ya sea en algún concurso televisivo o con las productoras musicales. Conocidos son los casos de Mindy MacCready, la cantante de música country que llegó al estrellato luego de enviar sus grabaciones de karaoke a una importante productora de Nashville, Tennessee, y el de Lina Santiago, quien pasó de cantar en concursos de karaoke en un restaurante de cadena en California, a tener una canción en el top 10 nacional. Estados Unidos es la gran sociedad del espectáculo, y mucha gente va al karaoke para foguearse frente a los reflectores y acariciar la esperanza de ser observado por el mundo entero.

Pero aquí, en Bogotá, el karaoke es decadente, ridículo. Y esa es su gracia. El karaoke se practica –y así debería ser– en los lugares más tristes y deprimentes: en los bares de mala muerte, en las clases de inglés, en los hospitales y hogares geriátricos. A los viejos abandonados por sus familias los ponen a jugar bingo o a hacer karaoke, para que canten las canciones de su juventud y puedan recordar los tiempos en los que fueron más felices. Y los que vamos al karaoke en un bar hacemos lo mismo: pedimos canciones que ya no escuchamos, canciones de infancia y piñata, música de plancha. Hay cierta ironía que esconde un miedo al presente y abre un portal al pasado, cuando todo era un poco más fácil.
En 1999 Ed Beason, un diseñador de páginas web, renunció a su trabajo en Manhattan y quiso ser voluntario en los campos de refugiados kosovares en Albania. Una ONG le pidió su hoja de vida y una carta de motivación, con una propuesta concreta sobre cómo quería ayudar. Se le ocurrió montar un karaoke en una tienda de campaña en el campo de refugiados. La agencia humanitaria Relief International compró la idea con el argumento de que una de las cosas más difíciles de sobrellevar en un campo de refugiados es el aburrimiento. La propuesta de Beason se hizo, y me encantaría saber cuáles fueron las canciones elegidas por los kosovares, y cómo las cantaron. El karaoke brilla en la tristeza, tanto en la dolorosa y trágica de los refugiados de guerra como en la silenciosa y algo chistosa de los chuzos bogotanos.

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