Valeria Santos
20 Agosto 2022

Valeria Santos

Por ahí no es

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La semana pasada el crimen organizado doblegó al Estado mexicano. Ciudades enteras fueron sitiadas por los carteles del narcotráfico. Civiles asesinados, vehículos quemados, negocios destrozados y vías bloqueadas. Un verdadero infierno vivieron los habitantes de Jalisco, Guanajuato, Chihuahua, Michoacán, Tijuana y Ciudad Juárez. La respuesta de Andrés Manuel López Obrador sigue siendo la de minimizar el terror y justificar su estrategia de seguridad que ahora tiene un nuevo ingrediente: militarizar la Guardia Nacional, o la Policía, en palabras universales.

Si bien Colombia parece estar adelante que México en la lucha contra las drogas, el camino parece no tener fin. Avanzamos lento, y nos sentimos muchas veces atrapados en un laberinto sin salida. Vemos la luz para encontrarnos después con más oscuridad. Lo hemos tratado casi todo. Y aunque la meta aún no se ve, desde el futuro, los colombianos podemos decirles a los mexicanos: por ahí, no es. Militarizar la Policía no es la solución.

En Colombia, desde mediados del siglo pasado, la Policía ha estado adscrita al Ministerio de Defensa. Esta decisión se tomó después de que en la época de la Violencia las policías locales y departamentales abusaran de su carácter partidista convirtiéndose en aparatos de seguridad privada. Desde entonces, y después de cinco décadas de conflicto armado, el rol de la Policía y sus funciones se ha ido adaptando y trasformando, siempre un paso atrás de la evolución de la insurgencia y el crimen organizado. El resultado después de tantos años ha sido una Policía cada vez más militarizada, alejada de la ciudadanía y de la seguridad pública.

Aunque las leyes internacionales y la mayoría de los países tengan muy definida la separación entre la Policía y el Ejército, la realidad de los conflictos atípicos que viven países como México y Colombia ha difuminado esta división. La teoría y las buenas prácticas han desaparecido en la lucha contra el narcotráfico. La Policía, que debería ser un cuerpo de naturaleza civil para mantener el orden público, se ha mezclado con el Ejército, que debería ser una fuerza para proteger la soberanía. 

¿Pero qué pasa cuando grupos al margen de la ley internos controlan partes del territorio nacional? Se pierde la capacidad de diferenciar entre un problema de orden público y uno de pérdida de soberanía y por esta razón no es fácil distinguir si es la Policía o el Ejército el que debería actuar. 

Esta disyuntiva ha sido resuelta tanto por México como por Colombia de la misma manera: mezclando a la Policía y al Ejército para responder con la mayor capacidad bélica posible. 

Tantos años de hacer lo mismo sin ver resultados distintos nos deberían demostrar que el camino tomado es el equivocado y que la guerra contra los carteles en México o los grupos armados organizados en Colombia, no se gana con un gran arsenal de guerra en medio de combates y operativos de captura pomposos. Se gana cuando se logra el control del mercado de la protección. 

Según los últimos avances en teoría de crimen y conflicto, el activo más importante, en el marco de una confrontación, es la información. De esta se deriva no solo el control que se logra sobre la población, que es vital para la supervivencia de los actores en un conflicto, sino también la capacidad de daño al enemigo. De nada le sirve al gobierno colombiano, o al mexicano, tener aviones de guerra, cargados con bombas, si el enemigo está mezclado entre la población civil y no se tiene la información suficiente para ubicarlo. Tampoco sirve capturar a la cabeza de una organización, cuando justamente su nivel organizativo permite su sucesión y con esto la continuación inalterada de las actividades ilegales. 

Al contrario, tiene más capacidad de control quien sabe quién es y dónde está su enemigo y quien sabe quién es y dónde está la población. En términos prácticos, una mujer en Caucasia, Antioquia, lleva conviviendo con las AGC durante décadas. Los miembros del grupo al margen de la ley saben dónde vive, quiénes son sus hijos, dónde estudian y a qué horas llegan a su casa. Por lo tanto, dicho grupo tiene mayor capacidad de daño sobre esa mujer y le es más fácil conseguir información de ella sobre, por ejemplo, dónde vio a la Policía transitando. En este sentido, en Caucasia, quien controla el mercado de la protección son las AGC, no el Estado, incluso estos grupos suelen ser más eficaces impartiendo justicia. 

Ahora bien, al estar la población civil mezclada con los grupos armados organizados y al tener el Estado tan poca información sobre los territorios bajo su jurisdicción le es complejo a las fuerzas de Policía distinguir y es allí donde las violaciones de derechos humanos se hacen recurrentes. 

La concepción de que todos los colaboradores son cómplices, y no víctimas, de los grupos ilegales se ha extendido ante la incapacidad de los estados para brindar estrategias de seguridad que privilegien la protección de la ciudadanía por encima de la lucha armada. Y esto ocurre porque seguimos tratando de acortar camino por la vía más fácil y popular: militarizando a la Policía.

Por esta razón, hay que aplaudir la iniciativa del nuevo gobierno colombiano de sacar a la Policía del Ministerio de Defensa. Es lo correcto separar al Ejército de la Policía, siempre y cuando se mantenga una coordinación armónica como parte de una estrategia integral. Devolverle el carácter civil a la Policía implica enfocarla en la protección de la población y en labores comunitarias que le puedan devolver confianza a la institución. Si esto se logra, el acceso a la información por parte del Estado aumentaría, y sin duda, su capacidad de controlar el territorio sería mayor. 

La resistencia frente a los grupos armados depende de la información y por ende, de la confianza. La policía civil trabajando para y por los ciudadanos, en todo el territorio nacional, es el camino adecuado. Por ahí sí es.

Más vale que entendamos que la estrategia de conquistar mentes y corazones, típica de la guerra de guerrillas, debería ser adoptada por el Estado, pero no como estrategia contrainsurgente, o de lucha contra el narcotráfico, sino como estrategia de protección. 

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