Juan Camilo Restrepo
11 Agosto 2022

Juan Camilo Restrepo

¿Qué significan los diálogos “vinculantes”?

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Una de las ideas más novedosas que ha ido soltando Gustavo Petro a cuentagotas es la de “los diálogos regionales vinculantes”. Se trata de una iniciativa que a primera vista luce atractiva cuando se presenta como un mecanismo para escuchar a las comunidades en las regiones y solucionar sus conflictos. Pero que se oscurece tremendamente cuando se agrega que serán diálogos “vinculantes”. ¿Qué significa realmente que vayan a ser “vinculantes”?

Un diálogo es “vinculante” cuando sus conclusiones resultan obligatorias; cuando lo que allí se decida se impone sobre las demás instituciones; y cuando sus consensos resultan superiores a las normas vigentes que deben plegarse ante los dictámenes de estas asambleas tumultuarias.

Llevados a sus extremos, los diálogos sociales “vinculantes” pueden terminar vaciando de contenido la democracia representativa que es la que toma vida a través de las leyes.

Estos diálogos sociales vinculantes ya fueron pespuntados por Gustavo Petro en su discurso de la victoria, y recientemente en Santa Marta (julio 28) en la reunión que tuvo con los parlamentarios de las mayorías gubernamentales, donde dijo: “No es simplemente para que se convoquen manifestaciones, se oiga un discurso o se planteen unas consignas como ha pasado en meses anteriores, sino para que tengan una capacidad de decisión”.

Estamos pues frente a una iniciativa que puede transformar radicalmente la manera como se practica la democracia en Colombia: sería el cambio de la democracia representativa a la directa, donde las decisiones se adoptan por asambleas populares y no a través de representantes de la ciudadanía en el Congreso como hoy sucede.

Ya se anunció, por ejemplo, que la primera de estas asambleas de carácter “vinculante” se convocará a propósito de los conflictos de tierras entre indígenas y trabajadores del sector azucarero que se han presentado en el norte del Cauca que vienen alcanzando altos niveles de pugnacidad. Serían la prueba de fuego de estos diálogos. Veremos qué resulta y cómo se va a tramitar este primer experimento de la era Petro.

Lo cierto es que por el momento se trata de una idea en obra negra, detrás de la cual no hay todavía ninguna reglamentación que permita entender cómo se van a desarrollar estos diálogos. ¿Quién está facultado para convocarlos? ¿Solo el presidente de la república? ¿Cómo habrán de desarrollarse? ¿Quién tiene personería para participar en ellos? ¿Cuánto va a durar cada uno? ¿Cuándo se dan por concluidos? ¿Con cuáles mayorías se toman allí las determinaciones?
Y si entre los participantes hay diferencias: ¿Cómo se dirimen?, y lo más importante: ¿Qué significa que sus conclusiones sean “vinculantes”? ¿Están por encima de la ley cuando sus conclusiones resulten contrarias a los mandatos vigentes? ¿Si en estas asambleas se expresa el deseo de que se haga más gasto público (lo que es muy probable) quiere ello decir que ese gasto público tendrá que incorporarse obligatoriamente al presupuesto nacional? ¿Cómo se tramitará el plan cuatrienal de desarrollo puesto que –se dice– debe pasar previamente por el tamiz de estas asambleas regionales? ¿Estamos frente al germen de lo que se conoce como presupuestos participativos, o es otra cosa? Nada se sabe.

Hay que tener mucho cuidado que no se caiga en una nueva modalidad de consultas previas, pero más amplias, que se vayan moviendo como las manecillas del reloj por toda la geografía nacional.

Se calcula que en este momento hay miles de programas de inversiones paralizadas en los vericuetos de las consultas previas. Si a esto se le agrega ahora una nueva ruta de complejidades con las asambleas regionales “vinculantes” no es aventurado pronosticar que el país caería en una parálisis mayúscula por cuenta de esta nueva modalidad de diálogos que están naciendo.

Propiciar el diálogo como mecanismo de solución de conflictos sociales es una opción válida en el mundo contemporáneo. Los gobiernos no pueden ser sordos ni lejanos a los anhelos e inconformidades de las comunidades.
Pero una cosa es dialogar y otra caer en el “estado dialogante” del que alguna vez habló Álvaro Gómez. En la democracia siempre hay un momento en que alguien decide. En el estado dialogante se conversa indefinidamente, pero nadie decide nada. Lo primero puede ser un camino fértil para allanar dificultades; mientras que lo segundo resulta una vía paralizante que bloquea aún más la conflictiva sociedad colombiana.

Pero si se opta por el diálogo regional y se desecha el mero estado dialogante –lo que estaría muy bien– falta todavía aclarar qué significa la condición de “vinculantes” que tendrían estos diálogos regionales. Cosa que no se ha precisado.

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