Helena Urán Bidegain
3 Octubre 2022

Helena Urán Bidegain

¿Quién le teme a la Justicia del Palacio?

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No hay paz ni Estado de derecho ni democracia sin justicia.

Un tribunal de justicia que no considera las consecuencias de sus decisiones para las víctimas, que ignora y se burla de su dolor, vacía el sentido del Estado de derecho porque genera más injusticia y violencia y porque pierde su legitimidad al legitimar el crimen.

Y esto es precisamente lo que está sucediendo a través de la decisión de la Jurisdicción Especial para la Paz —JEP— al revisar la condena del general Arias Cabrales; aquel que comandó todo el operativo de retoma del Palacio de Justicia, entre otras cuestionables acciones; aquel general que, con sus militares, en realidad no retomó ningún Palacio de Justicia sino que condujo una operación para masacrar, desaparecer, destrozar, arrasar e intimidar; aquel general que junto con el resto del aparato criminal  —militares o civiles— que lo ha acompañado en sus fechorías, que lo ha amparado y avalado, logra mover hasta hoy los hilos del poder y la justicia muy bien para, una y otra vez, perpetuar la impunidad que desgarra desde bien adentro a la nación.

Porque no olvidemos que dos de los recientes presidentes han pasado por encima del Estado de derecho y mostrado un grave irrespeto hacia las instituciones democráticas del Estado colombiano, manifestándose en contra de sentencias judiciales con tal de proteger a los perpetradores en relación con la masacre del Palacio de Justicia.

Primero fue Uribe Vélez, quien en 2010, salió en defensa de Plazas Vega, otro militar con prácticas similares a las de Arias Cabrales, justo después de que el Juzgado III Penal del Circuito Especializado de Bogotá hiciera pública su sentencia condenatoria. Y es que todo el país conoce desde 1985, y hasta hoy, a este militar por su inaudito ataque con tanques de guerra a los civiles inocentes que estaban dentro del edificio del Palacio de Justicia. Vale recordar que a pesar de esta y otras contundentes pruebas de la demencia marcial que ha caracterizado a varios militares en el país, su desinterés por la vida de los civiles y/o la cadena de mando que además lo involucra en actos atroces, el señor Plazas Vega fue posteriormente absuelto, siguiendo la cronología de la injusticia de la justicia colombiana en este caso; no porque los jueces lo consideraran inocente sino porque algunos argumentaron no contar con suficientes pruebas. Ellos mejor que nadie saben que la razón para favorecer la impunidad fue fomentada desde sectores de mucho poder como el mismo jefe de Estado.

Pero después, fue el siguiente presidente, el de los acuerdos de paz, el señor Juan Manuel Santos, quien en 2011, igual que su antecesor, salió en defensa, esta vez, de Arias Cabrales; arremetió contra otro fallo judicial y estuvo presto a poner en riesgo a los administradores de justicia que sí actuaron en derecho; además, no dudó un segundo en revictimizar a todos aquellos que por los actos cometidos por su defendido, o sus subalternos, hemos tenido que sufrir desplazamiento, seguimientos, hostigamientos, burlas y la desintegración de una vida en familia como la que él y estos militares sí han podido gozar hasta hoy.

Por esto escribí en su momento una carta abierta al nobel de la paz:

Aún hoy, 10 años después, a pesar de que lo he buscado, no he recibido su respuesta y sigo queriendo saber cómo él, que pregona querer abrazar la paz, no le cuenta al país, desde la dignidad, cuáles son los motivos que lo han movido a fomentar la impunidad.

Y ya sé que esta columna despertará los comentarios de siempre: que es injusto que mientras los militares deben responder, los exguerrilleros están en el congreso y ahora en el gobierno. A aquellos que se atreven a argumentar a ese nivel, les pido que se ahorren los comentarios y les recuerdo que hay pruebas claras de que fue el ejército el que torturó, ejecutó y desapareció a civiles que debían rescatar y proteger, y que esta responsabilidad hay que diferenciarla de la de los exmilitantes sobre quienes, además, he dicho en varias ocasiones, que tienen una responsabilidad de tipo moral y nos deben su parte de la verdad.

Pero volviendo a lo que sucede hoy en 2022 y que es la continuidad de todo lo anterior, busco entender qué razones puede haber detrás, para que el Tribunal de Paz, núcleo de los acuerdos de paz, que habla de la centralidad de las víctimas, pretenda revisar la condena del general Arias Cabrales, quien desde hace 30 años aparece como un terrorista de Estado, en informes realizados por diversas y prominentes organizaciones no gubernamentales y eclesiásticas alrededor del mundo, como Pax Christi Internacional, el Consejo Mundial de Iglesias, la Organización Mundial Contra la Tortura y la Asociación Americana de Juristas, entre otras. 

También sobre este asunto escribí ya:

Sin embargo, desde hace más de dos años, la JEP ha demostrado que en el caso del Palacio de Justicia su prioridad no es la de llegar a la verdad, nunca le ha dado prioridad; por el contrario, la magistrada Claudia Saldaña, quien además muy convenientemente para el general proviene de la Justicia Penal Militar, le concedió libertad condicional al perpetrador y, acorde con lo que parece ser la regla desde el Estado colombiano en relación con este caso, una vez más expuso a las víctimas a la humillación y la impunidad. 

Ahora la JEP decide que revisarán su condena con el deleznable argumento de que si tres décadas después han aparecido algunos de los cuerpos buscados por sus familiares entonces tal vez la condena emitida anteriormente por la Corte Suprema fue errada porque el crimen no sucedió. Como si el hecho de que aparezcan hoy los restos signifique que no fueron forzosamente desaparecidos 37 años atrás; tan disparatado como argumentar que si algún secuestrado es liberado entonces se puede decir que nunca fue privado de su libertad. Ni un estudiante de primer semestre de derecho se atrevería a tanto.  

Y así, la JEP se une, además, a la actitud de la Fiscalía General de la Nación, desconociendo e incluso burlándose de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en 2014, que le exige al Estado investigar y hacer justicia. La JEP: la entidad creada para solventar la falta de acción de la justicia ordinaria parece haber llegado al punto de hacer lo mismo. Es decir, dilatar, enredar la justicia; fomentar la impunidad. Al menos en lo que refiere a la masacre del Palacio de Justicia.

Algunos magistrados de este tribunal argumentan que revisar condenas puede posibilitar reafirmar y dejar en evidencia la autoría de los crímenes previamente juzgados. A esos grandes magistrados les digo que revisar una condena emitida por la más alta instancia de la justicia ordinaria del país, la Corte Suprema, e incluso desconocer la sentencia proferida por una Corte Internacional, como la ya citada, significa no solo un desperdicio de recursos, energía y tiempo —que deberían invertir con mucha más cautela e inteligencia, sabiendo el cúmulo de casos que tiene el país por violaciones de DDHH—  sino que además deslegitima el trabajo realizado por los anteriores tribunales, lo cual es un mensaje nefasto para el fortalecimiento de la justicia y la paz del país.

Esta decisión de la JEP es muy grave porque tiene que ver con la incapacidad tradicional del Estado para asegurar las condiciones de su propia legitimidad por vía de la garantía de justicia. Si las víctimas, directas o indirectas, de los delitos impunes experimentan pena, rabia o indignación, la acumulación social de la impunidad genera una impresión social de desamparo, temor y desconfianza en relación con el Estado que debería, por definición, evitar las condiciones sociales que generan dichas emociones.

Si esta experiencia se repite ante un órgano creado para la paz, el norte de esa institución ,al menos en este caso, se ha desdibujado completamente y la paz (total) será también esta vez solo una ilusión.

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