Helena Urán Bidegain
26 Julio 2022

Helena Urán Bidegain

¿Quién recordará el horror de la masacre?

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Hace unos días estuve, por primera vez, adentro de la nueva edificación del Palacio de Justicia de Colombia –invitada a una reunión por el presidente de la Corte Suprema, Aroldo Quiroz Monsalvo y Fernando Castillo Cadena, su vicepresidente–, y recordé que de niña había estado en el edificio anterior, de la mano de mi padre, poco antes de la masacre ocurrida el 6 y 7 de noviembre de 1985. El motivo de mi visita era hablar sobre las próximas conmemoraciones de aquella toma guerrillera del M-19 y el ataque, sin rescate, del Ejército de Colombia, al edificio anterior y a la rama judicial.

Iba sin ninguna prevención o expectativa en concreto, pensando más en lo que podría traer el encuentro hacia el futuro que en los trazos de memoria –o de olvido– que iría a recorrer. No había tenido realmente tiempo para racionalizar que estaría dentro de la construcción con la que, calculadamente, se ha pretendido, por décadas, borrar la masacre de quienes allí se encontraban y el profundo debilitamiento de la institución judicial.

Fue solo cuando estuve dentro de la edificación que sentí el peso del pasado, tan frío y cortante; insistente, casi pidiendo algo de mí; mis emociones en ese momento por "estar ahí" eran confusas y desordenadas; solo era claro que todo aquello que sentía no se quedaría dentro del Palacio, que lo arrastraría conmigo algunos días más, porque necesitaba –necesito– entender qué me produce ese lugar.

Y aquí estoy, escribiendo para poder descifrar lo que pienso y esa emoción intensa y extraña que me provocó estar en donde cientos de personas trabajan hoy, pero cimentado sobre el lugar en el que mi padre, y muchos más, sufrieron por horas hasta morir.
Debemos cuestionarnos sobre cómo un proyecto arquitectónico responde a los crímenes allí cometidos, cómo se conectan y cómo se manifiestan las relaciones sociales y de poder que se dan dentro y alrededor de él.

Este nuevo edificio que aspira a infundir majestuosidad o, tal vez, solemnidad, me transmitió en realidad carencia y una sensación borrosa y gris porque, de hecho, refleja cómo llega una política del olvido a convertirse en arquitectura.

Ahora entiendo la paradoja y la contradicción, porque es precisamente en la intención de ocultar con esa nueva construcción lo que ocurrió allí, que queda expuesta la huella del crimen brutal, del fuego, de los gritos, las balas, los rockets, el miedo, la tortura, la ejecución, la desaparición…la vergonzosa injusticia en contra de la justicia.

Y pienso en la situación del doliente que cuando calla lo que padeció, no necesariamente lo hace por esconder sino por incapacidad, en un primer momento, de expresarse; pero es precisamente con ese silencio que comunica, porque es ahí donde se encuentra la información o, mejor, la expresión del trauma, del sinsentido vivido y del dolor. De manera similar, veo en cada pared del nuevo edificio del Palacio de Justicia, la evasión de lo que le antecedió; pero, a pesar de ese esfuerzo de borramiento, impregnado de manera terca el rastro de lo sucedido. En su techo, las pequeñas oficinas de unos, a un lado, en contraposición con el tamaño extenso de las de los magistrados, al otro lado; la madera en algunas partes; las ventanas del despacho donde tuvimos la reunión con vista al Museo del Florero, sitio desde el que se planeó y controló, durante dos días, el horror al que fueron sometidos quienes trabajaban allí; y sobre el que ya escribí en una columna anterior: 

Para profundizar

Con esa nueva edificación, oscura y de poca gracia, se pretende hoy hacer de cuenta que nada pasó y aún no se reivindica plenamente lo que hicieron los señores de la guerra, a otros y al país que confiaba en su Corte Suprema de Justicia y sus magistrados. Allí hay una lánguida exposición de las fotos de solo cerca de 20 personas escogidas con no se sabe qué criterio, entre el centenar de víctimas de aquellos crímenes atroces.

Sentí la discriminación entre las personas recordadas y las olvidadas como un acto de dureza y agresividad. ¿Dónde queda la memoria de todas las demás?, es decir, de cerca de 80 personas, seres humanos, fallecidos también allí en completa indefensión. Me pregunto, ¿en qué se basan quienes deciden, a la hora de hacer dicha selección? ¿Será un asunto jerárquico, por clase, u otro particular? ¿Qué quieren sobresaltar o transmitir cuando deciden cómo y a quién recordar o a quién olvidar? ¿Por qué se honran algunas memorias y se niegan otras? ¿Responde esto a la misma política del olvido que se ha aplicado a través del tiempo para descartar lo que pueda afectar la “honra de los héroes” o criminales con poder? ¿No hay en ello acaso también encubrimiento y violencia?

Quienes recorren ese lugar o pasan por ahí, tal vez no se detengan un momento a pensar en ello; o quizás sí, porque saben que cualquier espacio de la memoria es un espacio de lucha y confrontación, pero me pregunto yo: ¿no es hora ya de actuar con más altura y de que la alta sede de la justicia haga honor a la verdad y a la justicia, por encima de lo político y para todas las víctimas de estos hechos por igual? ¿No es hora ya de que los altos tribunales entiendan que la cimentación que otorga la memoria, cuando es justa y basada en una realidad empíricamente verificada, siempre llevará a reforzar los pilares democráticos?

Planteado todo esto, celebro con mayor razón el motivo de mi reunión en la Corte Suprema: pensar en conjunto la manera de organizar la próxima conmemoración de aquel inconcebible crimen del Estado colombiano para hacerla, esta vez –es decir, 37 años más tarde–, incluyente y democrática. Han sido los propios magistrados quienes, por primera vez, nos manifestaron ese interés en hacerlo mejor después de que, por años, lo que ha primado es una vergonzosa exclusión en la misa de conmemoración: todo aquel que no fuera familiar de magistrado titular, no era invitado a la ceremonia.

El magistrado Aroldo Quiroz Monsalvo ha dicho que quiere cambiar la manera de rememorar. Entiendo que quieren hacerlo con mayor humanidad, dignificando a todo el conjunto de las personas que, por la decisión de otros, hoy no pueden estar aquí. Celebro esta nueva intención porque es finalmente la oportunidad para dejar de dar la espalda a la verdad; a una historia de injusticia y mucho dolor que, aunque no se puede cambiar, se puede de ahora en adelante reorientar, para mostrar al país que la rama judicial sí quiere y sabe tramitar el pasado, es decir, hacer memoria de manera respetuosa y con dignidad. Por eso les dije ese día al presidente y al vicepresidente del alto tribunal que la memoria y sus ceremonias, para ser reparadora y conducir a una convivencia no violenta, han de ser incluyentes y democráticas y que debe ser precisamente su institución la que lidere la lucha por la memoria sobre lo ocurrido a sus propios compañeros, en ese mismo lugar donde transcurre su diario vivir.

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