Mariana Garcés
25 Febrero 2022

Mariana Garcés

Quiero cambiar el mundo

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Estamos próximos a cumplir un año del peor estallido social que haya vivido Cali en su historia reciente. Mirando en retrospectiva esos duros y confusos días, quedan dudas sobre las lecciones aprendidas y sobre la caracterización de la ciudad que habitamos.

El paro nacional se convocó como una protesta contra el gobierno de Iván Duque. Sin embargo, y con los días, en las ciudades afloraron otros asuntos locales de inconformidad social. En Cali la inequidad y la falta de oportunidades son evidentes; se trata de la ciudad que logró cifras alucinantes de pobreza extrema después de la pandemia, pues la informalidad ocupa un reglón muy importante en nuestra economía: El vendedor de aguacates, la que atiende el puesto de arepas o vende jugo de naranja, los del rebusque –que son muchos–, se quedaron sin ingresos. Es, además, una ciudad que recibe migrantes del Pacífico y del Cauca por el recrudecimiento de la violencia en esos territorios, así como migrantes venezolanos que se suman a la situación de vulnerabilidad y pobreza. El estallido evidenció la inconformidad de amplios sectores sociales populares y de estratos medios de nuestra sociedad, víctimas de desigualdades que llevan años. 

La Sultana fue escenario de los peores bloqueos y enfrentamientos durante el paro nacional, y de agresiones inverosímiles entre los habitantes de un mismo territorio.
Se rebautizaron y se resignificaron espacios urbanos: La tradicional loma de la cruz se convirtió en la loma de la dignidad; el puente de los mil días en el de las mil luchas y puerto rellena en puerto resistencia. 

Se acuñó el término “primera línea”. La primera línea reunió un poco de todo; muchachos soñadores que quieren cambiar el mundo; jóvenes sin futuro que se sumaron a la resistencia en busca de razones para ser útiles y para existir; también chicos y chicas involucrados en asuntos de pandillas y delincuencia juvenil; y a medida que se volvieron fuertes, se convirtió en el terreno ideal para que aterrizaran, aprovechando la coyuntura, guerrilla urbana perteneciente al ELN y disidencias de las Farc y las oficinas de cobro. En esa extraña amalgama el líder era el más fuerte, el mejor formado o el más violento. Todo dependía de las circunstancias.

Fue tan variada la conformación de la resistencia, como sus pretensiones y demandas lo que imposibilitaba tener un foco común y por ende intentar una solución. 

La alcaldía y la gobernación decidieron incursionar en las rutas del diálogo con un relativo éxito y apoyo de las entidades internacionales y muy especialmente de la Iglesia y de la Unión Europea. La mano dura corrió por cuenta del Gobierno nacional. Duque llegó y se fue muy de madrugada; el ministro Diego Molano les dejó claro a las autoridades y a los habitantes que el asunto era a la fuerza. Muchos ciudadanos de la urbe que creen que las cosas se arreglan desenfundando un arma –es decir, a bala– aplaudieron los desmanes de civiles que decidieron “poner orden” por cuenta propia. Aplaudieron también los excesos de la fuerza pública que respondió en algunos casos con muestras claras de violencia. Eso pasó, así Molano asevere que “no hay un solo policía que no haya recibido instrucción en derechos humanos”. En justicia también hay que decir que, en algunos casos, fue la fuerza pública objeto de maltrato y golpizas. 

Los bloqueos y el destrozo de la infraestructura y el amoblamiento urbano de la ciudad fueron sistemáticos; ello contribuyó a la polarización y al miedo. También a que muchos ciudadanos y organizaciones, que en un inicio reivindicaban la lucha social y apoyaban los puntos de resistencia, dejaran de hacerlo pues los alimentos empezaron a escasear, no se permitía la movilidad  y mucho menos llegar al trabajo. La primera línea, a pesar de haberse organizado en lo que se denominó Unión de Resistencia Cali (URC), nunca logró consolidarse como cuerpo con interlocución política real ni tuvo liderazgos claros y visibles.

El paro sacudió a toda una ciudad. Los empresarios se volcaron a tratar de comprender las demandas de los incitadores y algunos se enfrentaron por primera vez a la dura realidad de pobreza extrema de muchos de los habitantes de Cali, y por primera vez visitaron el oriente. Se organizaron para ayudar y aportaron recursos para solventar la crisis. Algunos de los programas adelantados son excesivamente asistencialistas; otros están mejor planeados y tienen impacto. 

Los integrantes de la primera línea, como un todo, quedaron graduados de vándalos y de delincuentes. Hoy son señalados y estigmatizados. Lo cierto es que son muchos los que definitivamente no lo son y creyeron, muy ingenuamente, tal vez, que era posible cambiar el mundo.

 Una gran cantidad de primeras líneas son como Álvaro Herrera; un joven estudiante de música de la Universidad del Valle que se puso de acuerdo con un grupo de amigos para participar en el cacerolazo sinfónico. Él toca el corno. Al terminar el concierto y de regreso a casa, un grupo de ciudadanos civiles del sur de Cali, lo retuvieron de manera ilegal, amenazándole con arma de fuego. Lo entregaron a un CAI donde con maltratos y más amenazas lo obligaron a confesar que él era un vándalo. Desde ese día se le acabó la vida. Una vez liberado, y con la ayuda de organismos internacionales, le tocó abandonar el país por haber denunciado los abusos a los que fue sometido. Fue perseguido y hostigado. Víctor Orlando Mosquera, líder de la huerta comunitaria “retorno al campo” no corrió con la misma suerte. Fue amenazado y asesinado. Hoy muchos jóvenes soñadores sufren en circunstancias parecidas. 

Cali vive una situación de orden público muy compleja y requiere de todas las fuerzas vivas con sus diferentes lógicas para sacar la ciudad adelante y merecer el título de ‘Sucursal del cielo’. El diálogo y un propósito común es el camino para no repetir la historia.
 

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