Yo ya perdí la cuenta de la cantidad de reformas políticas y leyes anticorrupción que se han presentado en el Congreso en las últimas tres décadas. Lo que sí tengo claro es que en poco o nada han logrado concitar un cambio en la forma de hacer la política en el país. En algunos casos, incluso, ciertas reformas disparatadas han logrado lo contrario: desprestigiar aun más la democracia y profundizar la devaluación del ejercicio electoral.
Como un eterno retorno, en cada inicio de legislatura siempre vuelve la misma retahíla: reformas para reducir el receso legislativo (lo que malhadadamente llaman “vacaciones” de los congresistas); otras para contraer el salario de los legisladores, y no faltan las que buscan endurecer el angelical régimen de inhabilidades y, por consiguiente, promover la pérdida de investidura por cualquier nimio conflicto de interés que se presente.
Lo que sí es nuevo en este inicio de sesiones parlamentarias es el frenesí reformista y la estridencia con que se anuncia. Una mina de oro para agitar el cotarro y dar de qué hablar: ¿acaso puede haber una bandera más popular que la de reducir las “vacaciones” de casi seis meses de unos congresistas que la opinión ve como rémoras del presupuesto y que se ganan unos salarios altísimos?
Reducir el receso legislativo para que los congresistas “trabajen más” es una reforma frívola, insustancial y, sobre todo, peligrosa. Cuando Carlos Gaviria terminó su paso por el Congreso, adujo que esa experiencia le había enseñado que la tarea más importante de un congresista era evitar que se legislara en exceso: un postulado liberal de siempre y que inspiró el diseño del proceso legislativo en las democracias modernas, en las que legislar no se puede equiparar a una función administrativa, constante y permanente, sino que constituye un procedimiento estricto y ceñido por términos y plazos de aprobación, acotado por amplios recesos entre periodos de sesiones para lograr una deliberación serena. Legislar no es administrar; es un procedimiento, un método de aprobación solemne. En otras palabras, las democracias están diseñadas para que los congresistas ejerzan control político y solo legislen de manera excepcional. Ello es lógico: una ley regula o limita libertades. Entre menos legislación, menos cortapisas a nuestras libertades.
Pero como en la política moderna la publicidad y las apariencias tienden a sustituir el debate de ideas y los programas, el silogismo demagógico juega con la incomprensión que produce el contraste entre los recesos legislativos y las dos o tres sesiones semanales de cualquier parlamento en el mundo y el elevado salario de los congresistas. ¿Por qué son tan altos los salarios de los congresistas en Colombia? Pues por la simple razón de que en 1991 se decidió asalariar a los parlamentarios y prohibirles el ejercicio de su profesión, con la cándida expectativa de que así se liberarían de cualquier conflicto de interés y servirían de manera incontaminada el interés general.
En otras naciones, a los congresistas se les reconocen moderados honorarios por los servicios prestados, asumiendo que cada quien vive de su trabajo. Si un congresista posee un capital importante, obviamente vive de la renta y puede darse el lujo de renunciar a cualquier estipendio que reciba, en un Congreso concebido como privilegio de patricios de provincia como hace un siglo, al que no asisten los pobres ni la clase media. Pero si ese mismo individuo vive de una profesión liberal ¿de qué otra fuente distinta a su salario podría obtener honradamente sus ingresos? Si quieren bajar los salarios de los congresistas y que no devenguen durante los recesos legislativos, es entonces necesario revisar el absurdo régimen de inhabilidades que existe en Colombia así como su implacable guillotina, la pérdida de investidura.
Y si entramos en el tema de los conflictos de interés, en Colombia contamos con dos instituciones que no existen en otras latitudes: la Procuraduría y la Pérdida de Investidura. Dos instituciones ceñidas por una especie de poder moral que, por fuerza de su amplitud, terminan siendo necesariamente discrecionales y selectivas. En una sociedad abierta y en una economía de mercado, el conflicto de interés, que no raye con el código penal, no es necesariamente un pecado capital como hipócritamente lo pretendemos aquí. Es algo inevitable, dada la interacción entre mercado y Estado. Negarlo es negar la realidad. Así lo reconocen en las democracias más avanzadas. Estar inmerso en un conflicto de interés menor, propio de su actividad profesional, no debería ameritar que despojen al congresista de su investidura a menos que no lo declare; es decir, que cometa lo que en otras democracias es un delito grave: el perjurio. Si no sinceramos el régimen de conflictos de interés, ningún congresista podrá declararlo porque, si lo hace, le quitarán de un soplo su investidura. Y esto, en últimas, hace imposible poner por encima de la mesa el lobby y lograr así más transparencia.
La política está llena de suciedad y vileza, como también es cierto que la antipolítica está repleta de cinismo, oportunismo y veleidad. La febril búsqueda del escándalo, la demagogia histriónica son prácticas de la política del show, lo que en sí no es grave y forma parte del juego. Lo peligroso es que el afán de publicidad y las apariencias emboten el intelecto de las reformas de nuestra democracia. Por encima de la estridencia, de la imagen y de lo fútil, no sobra recordar que la función de la política es orientar, educar y mostrar un camino serio de reformas hacia el bien común. Y que toda dignidad pública implica mayor responsabilidad con Colombia.