Daniel Schwartz
29 Diciembre 2022

Daniel Schwartz

Resistencia y alumbrado

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Cada diciembre, cuando la Alcaldía de Bogotá cuelga el alumbrado navideño, las familias bogotanas se toman el centro de la ciudad. Entre la Plaza de Bolívar y el Parque Nacional se aglomera una muchedumbre de padres con sus hijos, mascotas y abuelos, a veces grandes familias que interrumpen el camino mirando algún show callejero o comprando una tajada de pizza en los puestos de fritanga y comida rápida que se toman en esta época la carrera Séptima. Estos ríos de gente amenazan mi tranquilidad de habitante del Centro, y no puedo evitar cierto sentimiento incómodo de desprecio por esta invasión desbordada que, por suerte, suele desaparecer casi al instante. 

Tener pensamientos intrusivos es recordar que no somos humanos completos o perfectos. A veces pienso algo que sé que está mal y me respondo a mí mismo con un “por supuesto que no”. Otras veces sucede al contrario: pienso una frase incontrovertible sobre la importancia de cierto derecho humano y, de manera intempestiva, mi mente trae a la discusión la versión perversa de esa misma frase. El comediante Louis C.K. lo llama “Off course, but maybe” (Por supuesto, pero quizás), y pone el ejemplo de la alergia a las nueces: “Por supuesto que deberíamos cuidar a la gente que es alérgica a las nueces, pero, si una nuez puede matarte, quizás no deberías estar vivo”, dice el comediante.

La entrada al edificio donde vivo está tomada por el tumulto decembrino que come pizza y empanadas en las escalinatas.  Son hordas de familias y parejas que peregrinan sin un destino claro, a paso lento, admirando el alumbrado que imita el invierno del Norte, con renos y duendes del bosque, en medio del olor a aguardiente con panela, de la gente-estatua que permanece  inmóvil durante horas a cambio de una moneda, de ventas de cables y herramientas viejas, de barbies sin una pierna expuestas sobre telas en el andén, de hamsters entrenados para hacer trucos sencillos, de gorros navideños, de puestos de algodón de azúcar, de pelotas incandescentes, de mazorcas y pinchos. Es la patente expresión de la recursividad criolla, del rebusque, del ‘emprendimiento’ popular que en diciembre se convierte en una oportunidad para burlar la adversidad.  

En ‘el septimazo’ decembrino, la versión lumpenizada de los paseos peatonales en las elegantes ciudades europeas, termino acorralado por el gentío y condenado a seguir el mismo rumbo de la muchedumbre compacta para llegar a cualquier lugar, pues la calle es también absorbida por la gente y los buses dejan de llegar. También me acorrala cuando me quedo en casa: las voces pregrabadas -creo que es siempre la misma voz- que emiten los carritos de venta de tapabocas, forros para el celular o arroz con leche perturban mi calma. Pienso que odiar el ruido es cosa de burgueses, que el silencio es el confort de saber que no hay nadie más aparte de uno, que la ciudad es de uno y de nadie más. Me altera, además, que el gentío decembrino obedece a la celebración de un hito religioso. El ateísmo, o mejor, el secularismo, es otra de las tradiciones antipopulares que tengo incrustada en la piel. Aquí también se me aparece un pensamiento intrusivo que no acepta la diferencia.  

Pero todo este conflicto de emociones pasa pronto. Al final del debate interior, comprendo que el problema es mío y no de ellos. Y comprendo, además, que lo que ocurre en las noches de diciembre en la carrera Séptima es un asunto de resistencia. 

La carrera Séptima, el antiguo Paseo Real de la época colonial, sigue, desde mediados del siglo pasado, resistiéndose a ser reemplazada por la calle 26, la gran avenida de automóviles que conecta a la ciudad con el aeropuerto y con el resto del mundo. Las multitudes que llegan de toda la ciudad a ver el alumbrado decembrino también están resistiendo, se rehúsan a abandonar el centro simbólico de la ciudad y se enfrentan a la improbabilidad de hacer suya una ciudad que el resto del año se les niega. También es sobre mi propia resistencia, la que les hace frente a esos pensamientos intrusivos que, menos mal, sigo teniendo.

No puedo dejar de recordar una estatua viviente que vi hace unos años, ahora que hablamos de resistencia: sobre un pedestal de plástico, un anciano fingía ser estatua a cambio de unas monedas. El viejo no lograba la inmovilidad, su fragilidad física se lo impedía. Estaba disfrazado de algún prócer de la Independencia, pero parecía la versión octogenaria de El Principito, con un traje raído, largo y bombacho. Tenía unas estrellas de papel cosidas en los hombros, botas que le llegaban a la pantorrilla y un palo de escoba recubierto con papel aluminio que imitaba una espada. El hombre estaba completamente cubierto de pintura gris color estatua. Él era la resistencia, haciendo frente al hambre con total recursividad, aguantando la quietud durante horas a pesar del clima y de sus músculos disminuidos. 

Ahora los manifestantes tumban estatuas durante las protestas. Lo hacen para dar un mensaje de renovación, de acabar con los viejos valores y buscar unos nuevos. A veces pienso que todos llevamos dentro una estatua que debería tumbarse. Que debemos asolar los pensamientos intrusivos que a veces aparecen. Pero nuestra estatua interior sigue ahí, rehusándose a pensar lo que es políticamente correcto, resistiéndose. Y así está bien. 

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más Columnas