Camilo A. Enciso V.
31 Mayo 2022

Camilo A. Enciso V.

Resquicio de dignidad

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Al liberalismo igualitario, que en Colombia llaman centro, le queda como último recurso el voto en blanco. Un voto digno y de repudio al populismo que logró derrotar a la ultraderecha uribista y a la extinta Coalición de la Esperanza, que terminó por no representar nada más que las buenas intenciones de algunos y la mezquindad a la que estaban dispuestos a llegar otros.

En medio del lamentable escenario en el que nos encontramos, el voto en blanco no es una renuncia, es un clamor. Un grito. Es un dedo acusador en contra de la política y los políticos, que escondidos bajo nuevos rostros o discursos reproducen valores de antaño. El machismo, el autoritarismo, el mesianismo y una visión dicotómica de la sociedad, que nos divide: los corruptos y los buenos, los ricos y los pobres, los nadies y los alguien.

El voto en blanco es una expresión firme de rechazo a la política fácil, a la demagogia rutilante que conquista corazones con discursos hueros, que promete cosas que no puede cumplir, que anticipa el advenimiento de un nuevo mundo con el chasquido de los dedos. Paraísos al alcance de la mano, transformaciones sencillas en contextos complejos, discursos efectistas. 

La política transformadora, la mejora de la administración pública y el buen gobierno son metas esquivas, incluso para los estadistas más eximios. La habilidad para la conducción del Estado no se improvisa. Se adquiere como fruto de un largo trasegar. Exige estudio, experiencia, habilidades de liderazgo y manejo de equipos, contacto directo con la solución de asuntos complejos, con las tensiones propias de las democracias y sus grupos de interés. 

El paso por el Congreso, una alcaldía de una ciudad menor o un puesto en un organismo multilateral no son suficientes, como nos ha mostrado la experiencia. Colombia es un país enorme, con retos económicos complejos, con territorios que a veces parecen inalcanzables, ciudadanos indomables, y carteles criminales peligrosísimos, que despachan desde las regiones cocaleras, los cuarteles militares o el Capitolio mismo. 

Lidiar con este país y sus problemas no es un desafío apto para todos. Y menos para quienes no se han preparado suficientemente. 

Votar por ellos es renunciar a la dirigencia que merecemos. Es capitular ante el imperio del tik-tok y las redes sociales. Es un armisticio frente al reinado de quienes tienen el don de la palabra fácil. Es entregarles el país a los estrategas de la política, que fabrican candidatos, listos para el consumo de los incautos y los cibernautas. 

Entre las dos opciones que se nos ofrecen, Petro es el que más se acerca a ser un estadista. Le faltan dos cosas muy importantes, sin embargo: una visión realista de la economía, sin lo cual un país deriva fácilmente hacia la bancarrota; y un mecanismo claro de control, o autocontrol mejor, de su hubris. Es decir, de su arrogancia, su delectación por el poder, su sentido de infalibilidad, que es la primera gota que envenena a cualquier líder y lo arrastra hacia el autoritarismo.

El otro es un charlatán. Un Trump. Un embustero que dice pocas cosas sensatas que calan en la conciencia colectiva, por la forma de decirlas, por su candidez. Pero que dice muchas otras que no tienen el menor sentido o que son un ataque evidente a los valores más preclaros de una democracia liberal: la igualdad de hombres y mujeres, la presunción de inocencia, los derechos humanos. 

“Hijueputa, le pego su tiro malparido” –se le escucha decir en una grabación–. “Yo soy admirador de un gran pensador alemán, Adolfo Hitler”, dice en otra. 

Pero además es un histérico. Un hombre que con facilidad pierde el control. Que en un instante se deja consumir por la ira. Colombia lo ha visto dando bofetadas, amenazando de muerte, gritando, descompuesto al borde del paroxismo. Un presidente así es un peligro. El dominio sobre sí mismo es esencial al estadista. Y el demagogo del que hablo está lejos de alcanzarlo. 

¿Qué nos queda entonces? Votar en blanco. Expresar nuestro repudio por candidatos que no están listos, que no comparten nuestros valores, que no merecen nuestro apoyo.

Votar por ellos es avalarlos. Es una renuncia tácita a nuestra indignación y a nuestro ideal. Es aceptar que no importa que no sepan en dónde queda Vichada o que ofrezcan cosas que no pueden cumplir. Es capitular a la necesidad de tener líderes que estén a la altura de las demandas de esta tierra fértil y hermosa, pero triste y sanguinolenta. Es reconocerles una aptitud que no tienen para liderar Colombia y sacarla del cuarto frío en el que se encuentra.

Votar por ellos es postrarnos ante la garganta afinada del demagogo o el dicharacherismo del incompetente, y entregar nuestro último resquicio de dignidad: una cruz en el tarjetón que no los elige a ellos, sino al blanco puro del papel, dejando al alma tranquila y lista para la próxima batalla.

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