Juan Camilo Restrepo
10 Noviembre 2022

Juan Camilo Restrepo

Simón el bobito y el plan de desarrollo

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El Gobierno ha anunciado que a comienzos del año entrante presentará al Congreso, como lo ordena la ley, el plan cuatrienal de desarrollo de la administración de Gustavo Petro.

Muchas expectativas se han despertado en torno a este documento que es la carta de navegación de todos los gobiernos, pero que no tiene el poder taumatúrgico de crear dinero por sí solo. En esto hay que tener mucho cuidado.

Digo lo anterior pensando en las esperanzas que están despertándose entre las gentes de los territorios por donde desfilan cada ocho días los llamados “consejos regionales vinculantes”. Lo de “vinculantes” –ha explicado el Gobierno– significa que previo estudio del Departamento Nacional de Planeación, lo decidido en estos consejos comunitarios pasa a la ley del plan para que se ejecute obligatoriamente como un mandato popular. Que presumiblemente será mandato de más gasto público: que es lo que solicitan con apremio estas comunidades olvidadas, llenas de necesidades y sedientas de más inversiones en sus territorios.

Recordemos que según el articulo 339 de la Constitución la ley del plan consta de dos partes: en la primera se inscriben los “propósitos y objetivos nacionales de largo plazo” y no constituyen de suyo un mandato de gasto público; y una segunda parte, es lo que la carta llama el “plan de inversiones públicas que contendrá los presupuestos plurianuales de los principales programas y proyectos de inversión pública nacional y la especificación de recursos financieros requeridos para su ejecución”.

Como puede verse el plan cuatrienal exige que todas las inversiones tienen que llegar con sus fuentes de financiación bajo el brazo. No basta apuntar una inversión cualquiera en la ley del plan: es indispensable indicar la fuente de financiamiento con que habrá de cubrirse.

Como en el versito “Simón el bobito” de Rafael Pombo, el presupuesto plurianual lo primero que interroga a cada iniciativa de inversión que se le presenta es por el “cuartillo con que habrás de pagar”.

Ante la situación fiscal tan estrecha por la que atraviesa el país (aun con reforma tributaria aprobada) no hay mucho margen para comprar cualquier pastel que se ocurra. Un buen ejemplo lo tuvimos esta semana cuando la alcaldesa de Bogotá le respondió al presidente Petro que si quiere revisar el proyecto del metro de Bogotá para enterrar el tramo que va por la Avenida Caracas, todos los sobrecostos que ello acarrearía (teniendo en cuenta que ya se han hecho inversiones cuantiosísimas en estudios y adquisición de predios para construir este tramo de superficie) debe ser pagado por el Gobierno nacional con recursos del presupuesto nacional.

El instrumento que normalmente escogen los gobiernos para hacer la pirueta de inscribir en los planes de desarrollo ciertas inversiones de largo plazo para las cuales no cuentan con ingresos inmediatos es recurrir a las “vigencias futuras”. Que permiten asegurar gastos futuros de inversiones lejanas contra compromisos que se abren para los presupuestos venideros.

Pero de las vigencias futuras no se debe abusar. Ellas introducen una gran inflexibilidad en el presupuesto, pues mientras más vigencias futuras se abran menor será la discrecionalidad del Gobierno para incorporar en la ley anual del presupuesto inversiones nuevas que juzgue prioritarias. El espacio fiscal lo van copando las vigencias futuras.

Que es justamente lo que está sucediendo. De allí que el margen de maniobra del Gobierno sea cada vez más limitado. Según datos revelados recientemente el total de las vigencias futuras abiertas asciende actualmente a 157 billones de pesos, de las cuales 60 billones de pesos están destinadas a respaldar gastos de inversión en los presupuestos anuales que se abrirán durante la administración Petro. El margen, como se ve, es estrecho.

Las vigencias futuras en la medida que crecen van comprimiendo más y más la capacidad para asignar gastos prioritarios en los presupuestos de suyo tremendamente inflexibles.

Se estima que el presupuesto nacional normalmente tiene comprometidos de antemano, antes de que llegue al Congreso, un 92 por ciento de los rubros de gastos que se van a ejecutar (pensiones, subsidios, transferencias territoriales y vigencias futuras), con lo cual el Parlamento actúa más como un notario que como un asignador del gasto. La gran mayoría de las partidas de inversión que estudia le llegan precocinadas. Y en relación con las cuales nada puede hacer diferente de darles el carpetazo correspondiente.

La moraleja de todo esto es que si queremos salvaguardar un mínimo de capacidad en la escogencia de los gastos prioritarios que van a incluirse en el plan de desarrollo, el Gobierno debe tener especial cuidado, pues corre el riesgo de que el oasis de las vigencias futuras se vuelva mero espejismo en el desierto fiscal.

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