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El capítulo que más me impresionó de la aclamada The Crown, sobre el larguísimo reinado de Isabel II, no fue el de la muerte de su padre, ni el de su fastuosa coronación, ni los que narraban las intrigas de todos los Windsor, ni los del terremoto que causó Lady Di ni nada de eso.

Es una de las mejores series que he visto en mi televisor y el que me dejó marcado fue el número tres de la tercera temporada, que muestra la impasible actitud de la reina —que algunos confunden con el llamado carácter flemático— demostrada ante la tragedia ocurrida en la pequeña localidad minera de Aberfan, en Gales, cuando una avalancha de lodo se vino encima del pueblo, en los años sesenta. Murieron 116 niños, casi todos de entre siete y diez años.

El capítulo, titulado Aberfan, televisivamente es perfecto. Sin amarillismos, sin excesos dramáticos y magistralmente musicalizado, apenas dejando ver la esencia humana en medio de la tragedia, sus debilidades y sus temores, también de los monarcas, en fin. No soy capaz de repetírmelo.

Pero cuando supe lo que pasó el jueves en Andes, Antioquia, cerré los ojos duro y esas trágicas escenas vinieron a mi mente. Vi la avalancha bajar por la montaña, vi el lodo atrapar a los niños, vi a la maestra abrazarlos inútilmente, vi el desespero de los pobladores desenterrándolos. Y vi el dolor de sus padres enterrándolos.

Me revolvió todo por dentro.

Desde esta línea aviso que el texto a continuación no revela nada trascendental para el país, no hace una denuncia pública, no señala responsables, no pide cuentas, no informa resultados.

Desde ya advierto que no habrá culpables en esta narración porque las palabras que siguen solo son parte de una expiación, la mía, la forma que encuentro para calmar el dolor que me causó ahondar en la información sobre la tragedia del jueves en una vereda perdida del suroeste antioqueño.

Apenas me quejaré por la fragilidad de la vida, por lo absurdo de las situaciones, por la ausencia de ese dios protector que muchos invocamos, por el más profundo de los dolores, el de perder un hijo, el horror de una tragedia que se llevó a tres angelitos del lugar donde más felices podían estar: en su escuela.

El cielo plomizo, la temperatura suave, el ambiente húmedo, la montaña inundada, completamente llena de agua. De un momento a otro, a la hora de un recreo, se dejó venir. La colina se derritió y en pocos segundos sepultó por completo una escuelita rural que funcionaba hacía unos años a la vera del camino. Pudiéndolo hacer un domingo, o a otra hora que estuviera vacía, el infortunio hizo que sucediera a las nueve y media de la mañana, cuando estaban allí casi todos sus estudiantes, 25 de los 27 pequeños matriculados.

Los informes cuentan que los niños fueron los primeros en escuchar el estruendo y que mientras veían el derrumbe venir, avisaron de la inminencia de la tragedia a punta de infantiles gritos en tanto corrían por sus vidas, que la única maestra de la institución se paralizó cuando vio la montaña venirse encima, que la única mamá que ayudaba en las labores educativas la jaló del brazo mientras con la otra mano arrastraba una niña, que al final, ocho pequeñines quedaron bajo tierra, que más de 200 personas corrieron a escarbar con palas, con palos, con tarros, con las manos, con lo que fuera. Que lograron sacarlos a todos. Que no todos salieron con vida.

Tres hermosos no lograron salvarse. Tenían cinco y seis años de edad.

La Institución Educativa Rural La Lejía, en el corregimiento de Tapartó, vereda El Porvenir, municipio de Andes, en el suroeste antioqueño, ya no existe. No quedó nada, ni pupitres, ni libros, ni tablero, ni nada. En la alcaldía me dijeron que de inmediato se había activado el Puesto de Mando Unificado y que desde allí se estaban coordinando la asistencia psicológica a las familias, la reubicación escolar de todos los niños, su plan académico para el resto del año y el apoyo necesario en este tipo de situaciones. La funcionaria se oía sincera.

No sé en qué país está el presidente hoy. Tampoco importa mucho. Aunque ya que anda tan ocupado raspando la olla debería aprovechar y ordenar un gastico mínimo, el necesario para hacer una escuela medianamente decente, ojalá no colgada de una montaña, ojalá donde quepan más de 27 estudiantes, ojalá con más de un profesor.

¿Cuánto valdrá eso? ¿200 millones? ¿500? ¿Mil? No sé. Lo cierto es que deberían hacerla ya, no en dos años. O en diez.

He pensado en la avalancha, en la angustia de los niños, en la mirada perdida de la heroica profesora, en el desespero de los rescatistas, en el insondable dolor de las tres humildes familias de recolectores de café asentadas en ese corregimiento de nombre raro que la naturaleza castigó de forma inclemente, cobrando la vida de quienes nada le habían hecho.

Por eso, este texto es en memoria de tres ángeles, de tres angelitos, para que sus nombres queden escritos y no se vayan a olvidar, al menos no tan pronto, para que cualquiera los pueda leer, para que todos sepamos que existieron, para que algún día alguien vuelva a escribir sobre sus frustradas vidas, sobre sus esfumados sueños, sobre la felicidad que llevaron a casa, sobre las lágrimas que se fueron detrás de ellos. Pero, de manera especial, para que todos sepan que en el cielo de Andes hay tres estrellitas que iluminan las noches despejadas y que ya tienen nombre: Ana Sofía, Andrea y Alexander. Esos luceritos brillarán por siempre.

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