Daniel Schwartz
13 Septiembre 2022

Daniel Schwartz

Un museo para la memoria

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En Colombia, un museo de la memoria supone un reto distinto al de museos homónimos en otros lugares del mundo, pues a diferencia de Argentina, Alemania, Chile o Japón, el Museo de Memoria de Colombia se concibió, se construyó y, según va la cosa, se inaugurará en medio de la guerra. No hay entonces un museo –o un lugar, mejor– más oportuno que este: como la memoria no es una explicación del pasado, sino la forma en la que el pasado se expresa en el presente, el nuevo museo tiene la oportunidad (y el reto inmenso) de generar un intenso debate sobre la necesidad de acabar el conflicto, pensar cómo podemos conmovernos por el dolor ajeno y cómo podemos nombrar el propio. A pesar del traspiés institucional de la memoria en Colombia, el Museo va por buen camino, y aunque su inauguración estaba prevista para 2022, la estructura principal del edificio, entre la calle 26 y las Américas, ya es parte del paisaje bogotano.

La idea de un museo de la memoria puede sonar contradictoria si concebimos a los museos como repositorios de un pasado extinto y a la memoria como algo que existe en el presente. Hace un par de semanas, e inspirado en las palabras del historiador Pierre Nora, escribí sobre cómo las sociedades modernas dejaron de confiar en la memoria como método para conocer el pasado y sobre cómo fuimos abandonando una concepción cíclica del tiempo que reemplazamos por una que es lineal y progresiva. Pues bien, este reemplazo de la memoria por la historia se hace aún más evidente en lo que muchos científicos sociales llaman lugares de memoria, espacios que representan el cambio drástico de una “memoria totémica” por una “historia crítica”, intentos por salvaguardar una memoria que se ha vuelto difusa y poco confiable. Son los museos, las conmemoraciones, los himnos y los monumentos la evocación de una memoria que se nos escapa, pero que rehusamos perder. Por eso la memoria se ha vuelto completamente archivística, desconfiada de sí misma y sustentada en, como dice Nora, “lo más preciso de la huella, lo más material del vestigio, lo más concreto de la grabación y lo más visible de la imagen”. 

La museografía de la memoria, consciente de esta contradicción, ha evolucionado al punto de que los lugares de memoria ya no son concebidos como una ilustración del pasado temerosa de caer en el olvido. Se tiene la premisa de que un museo de la memoria, sobre todo en un país cuyo conflicto persiste, no es únicamente un espacio para exponer y cuestionar el pasado, sino uno que arroje preguntas sobre la forma en la que vivimos el presente, las huellas del pasado que condicionan el presente de nuestra nación.

A diferencia de España, que no ha querido hacer un proceso de memoria luego de un pasado violento, Alemania se ha convertido en la potencia mundial de la memoria, y aunque eso tenga sus problemas, los alemanes han reflexionado una y otra vez sobre la mejor forma de conmemorar y disparar las emociones que el pasado puede evocar en el presente. De ahí viene, precisamente, la idea de construir contramonumentos: espacios que, a diferencia de los de siempre, no buscan legitimarse a sí mismos ni contribuir a una historia heroica de la nación.

Pienso especialmente en Horst Hoheisel, artista e investigador austrIaco que ha puesto en evidencia la puja entre el pasado glorioso de la nación alemana y sus períodos turbios que, aunque indecorosos, deben ocupar también un espacio físico en la narrativa nacional. El 27 de enero de 1997, día en Memoria de las Víctimas del Nacionalsocialismo, Hoheisel proyectó en la puerta de Brandenburgo dos fotos de la entrada a Auschwitz con la frase “Arbeit Macht Frei” (el trabajo libera). La primera era una foto histórica de la puerta cerrada, a blanco y negro; la segunda era una foto actual a color de la puerta abierta. “Las dos puertas alemanas, tan lejos la una de la otra, se juntaron esa noche para formar una imagen”, dijo el artista. La puerta de Brandenburgo es el gran símbolo de la nación, el lugar de memoria para la identidad alemana. El contramonumento de Hoheisel evoca una identidad resquebrajada y le recuerda al pueblo alemán las sombras de otras puertas.

Las puertas de los alemanes, Horst Hoheisel (1997). Fotografía: Horst Hoheisel
Las puertas de los alemanes, Horst Hoheisel (1997). Fotografía: Horst Hoheisel

Para encontrar referentes, porque todo se hace siempre con referentes, no tenemos que remitirnos únicamente a la experiencia europea. Aunque Gustavo Petro dijo que la derrota en el plebiscito de la nueva Constitución chilena hizo que reviviera Pinochet, en la realidad, Pinochet murió hace rato en el imaginario de los chilenos, quienes se han tomado muy en serio el debate sobre la memoria. En Santiago está el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, un referente mundial en la museografía de la memoria, un espacio que invita a considerar que la memoria es siempre compleja y que, muchas veces, no basta con explicarla en palabras: aunque cuenta el qué, el cómo y el cuándo de uno de los momentos más oscuros de la historia latinoamericana, este museo tiene como principal objetivo sugerir en vez de explicar. Es el arte, que tiene la capacidad de que uno pueda imaginar y sentir el dolor del pasado sin tener que mostrarlo, sino sugiriéndolo, la protagonista del Museo de la Memoria de Chile.

En el subsuelo del patio delantero del museo y fiel a la tendencia de los contramonumentos, está la Geometría de la Conciencia, una obra del artista chileno Alfredo Jaar, que se produce con la luz y la oscuridad, y que es una metáfora de la presencia y de la ausencia, la desaparición y el encuentro: un memorial, o, más bien, un antimemorial, que presenta las siluetas de muchos de los muertos y desaparecidos durante la dictadura, pero también de quienes sobrevivieron. No aparecen los rostros, sino su luz; los espejos de la habitación invitan a imaginar el infinito de la ausencia y del encuentro, el dolor de un país, pero también la experiencia universal de la muerte y el recuerdo.

La Geometría de la Conciencia, Alfredo Jaar (2010). Fotografía: Daniel Schwartz
La Geometría de la Conciencia, Alfredo Jaar (2010). Fotografía: Daniel Schwartz

Espero que así se piense el Museo de la Memoria de Colombia, cuya inauguración, ojalá más pronto que tarde, marcará el comienzo de un nuevo relato de país. Para ello, es fundamental pensar desde el arte y no solo desde el discurso acartonado que tenemos los historiadores. Lo importante, al final, es que sea un museo de calidad, que la sociedad haga parte del proceso (o que por lo menos lo conozca) y pueda abrir debates que son difíciles y complejos. Pienso que la exposición fotográfica de Jesús Abad Colorado, El Testigo, les permitió a muchas personas tener un encuentro íntimo con esa memoria enterrada del país. El reto del nuevo museo será llevar esos encuentros íntimos a una escala nacional.

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