Daniel Schwartz
3 Mayo 2022

Daniel Schwartz

Un pasado que no es

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A las diez de la mañana del 27 de Nisán del calendario hebreo, que este año coincidió con el 28 de abril de nuestro calendario, sirenas aéreas ubicadas a lo largo de todo el territorio israelí indicaron el momento de parar aquello que se estuviera haciendo. Durante los dos minutos en los que sonaron las sirenas, como todos los años, el país entró en total silencio. La gente se bajó de sus carros, la televisión y la radio cortaron la transmisión, todos los ciudadanos detuvieron sus vidas para honrar a los 6 millones de judíos que murieron en el Holocausto y a los sobrevivientes.

Yom Hashoá, que en hebreo traduce “Día de la Shoá”, es feriado nacional en Israel y conmemorado por todas las comunidades judías de la Diáspora. Es el día en que los judíos recordamos a nuestras víctimas, el día en que recordamos que hubo un plan casi exitoso para borrarnos del mapa. Y aunque existe también el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto declarado por las Naciones Unidas el 27 de enero, el Yom Hashoá es el nuestro, es el día que no compartimos con nadie, el día en que hacemos caso omiso a quienes niegan el Holocausto, o de quienes niegan que la Solución Final fuera un plan para exterminar en particular al pueblo judío.

Los segundos, cobijados por un discurso aparentemente “progre”, plantean que en el Holocausto también murieron otros, que los nazis no solo quisieron exterminar a los judíos, sino que persiguieron de igual forma a otras minorías, sugiriendo en la práctica que los judíos hemos monopolizado el Holocausto. Terminan, sin proponérselo, falseando la historia. Pues bien, el Yom Hashoá es el día en el que, además, protestamos contra el revisionismo de aquellos que buscan negar la historia para que se ajuste a su sistema de creencias.

Basta con revisar el Protocolo de la Conferencia de Wannsee de 1942, donde, según el mismo Adolph Eichmann, se firmó la sentencia del pueblo judío. Allí, los líderes del nazismo diseñaron la Solución Final al problema judío, que había comenzado un poco antes, y que consistía en el exterminio total de este pueblo. Los campos de concentración, aunque también albergaron a víctimas de distintos orígenes, fueron creados con el fin último de matar judíos. Insistir en otra cosa es, además de insensato, una postura negacionista y de alguna manera antisemita.

Otro antisemitismo enclosetado, cada vez más común, hace presencia en el día de conmemoración de las Naciones Unidas: es el discurso antisionista, que solo aparece cuando el mundo conmemora a las víctimas del Holocausto (¡vaya coincidencia!). Ese día, las redes sociales se llenan de comentarios del tipo “los judíos hacen a los palestinos lo mismo que los nazis hicieron con ellos”, o “Israel es el nuevo Tercer Reich”. Otra distorsión de la historia. 

Pueden hacerse muchas críticas y acusaciones de sobra justificadas a las relaciones de Israel con el pueblo palestino, pero de ninguna manera estas pueden compararse con el Holocausto. Primero, porque el fin último del nazismo era acabar con el pueblo judío. Israel es el Estado judío, por lo que esa comparación no tiene razón de ser. Segundo, porque hay que distinguir las diferencias entre una cosa y otra cosa, y como el lenguaje importa, no podemos definir dos tragedias de una misma manera: aniquilar y oprimir no son sinónimos. Exterminio y Apartheid no significan lo mismo. Israel no busca exterminar a los palestinos. Decir que somos “los judíos” los victimarios, revela también una incapacidad para distinguir entre un Estado, un Gobierno y una etnia.

Me preocupa que, sobre el Holocausto, y sobre la historia judía en general, sean cada vez más comunes el revisionismo, la distorsión y el acomodamiento. Por eso me da una mezcla de risa y rabia la excitación que produce el pasaporte sefardí para colombianos, que es quizá el falseamiento del pasado más triste, evidente y representativo de nuestra torpe idiosincrasia criolla.

Lo que me produce risa es ese afán que tienen quienes pueden pagar el pasaporte español para ser reconocidos por España como ciudadanos (sacar el pasaporte español por sefardismo cuesta una millonada). Es una manifestación del espíritu colonialista que todavía nos define, y revela, como bien dijo Carolina Sanín en su última videocolumna aquí en Cambio, el complejo de inferioridad de la élite colombiana, que, además, es profundamente antisemita. Quieren ser reconocidos como descendientes de los sefarditas para borrar sus ancestros indígenas, porque desprecian más al indio que al judío, quien por lo menos no es de acá. 

Lo que me da rabia es que se utiliza el pasado judío, que es triste y doloroso, para obtener un pasaporte del Primer Mundo. Sin saber siquiera quiénes son los sefarditas, acomodan sus apellidos a la historia de los judíos expulsados de España para tener el privilegio de no hacer la misma fila que el resto de sudacas en la aduana de Barajas.

Por tanto revisionismo, por tanto acomodamiento, por tanto manoseo a la historia del pueblo judío, ¡larga vida al Yom Hashoá y que la memoria de nuestras víctimas sea una bendición!

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