Daniel Schwartz
8 Febrero 2022

Daniel Schwartz

Un pedacito de cielo

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A García Márquez le oyó decir Plinio Apuleyo que el oro le recordaba a la mierda, y que por eso jamás le verían lucir pulseras, ni cadenas, ni relojes, ni anillos, ni nada que lleve oro. Que el amarillo era su color de la suerte, pero que el amarillo oro le asqueaba. Esa animadversión —cuenta el nobel— surgió de un rechazo que cultivó desde niño, o al menos así se lo había hecho creer el psicoanálisis, que ha encontrado en la relación entre el oro y la mierda una fuente recurrente para el estudio del subconsciente.

Sigmund Freud, maestro en el uso de la metáfora y en traer el mundo antiguo a la modernidad, encuentra que en los mitos y las fábulas más arcaicas aparece el dinero como un complemento de la inmundicia, y viceversa. Desde Babilonia, pasando por la antigua Grecia y el mundo cristiano, el oro se convierte siempre en estiércol. Según el psicólogo James Hillman, Hades —Plutón, según la conversión romana— no es solo el dios del inframundo, que es lo más bajo y decadente, sino también de la riqueza (no en vano el término “plutocracia”). Y es que la mierda es también una gran riqueza: el deshecho, aquello que compone al inframundo, es el primer peldaño —y así en muchas religiones— hacia la salvación, lo ulterior, ya sea para ascender al reino de los cielos o para gozar de una buena reencarnación. El ser humano considera que, para irse en paz, es menester enfrentar los demonios, la mierda propia, y hacer de ellos algo un poquito mejor. De cierta manera, y esta es una de las conexiones con el psicoanálisis, escarbar en el excremento permite encontrar las reliquias que se esconden detrás del hedor.

Ascender al reino de los cielos. Esa era, precisamente, la razón por la cual Benito Piernas cagaba oro. Sacaba tanto oro en sus minas cercanas a Barbacoas, un pueblo en las selvas del pacífico nariñense, que no supo qué hacer con él. Esta historia, que todavía se cuenta en Barbacoas, pertenece a un pasado esplendoroso y legendario del que no quedan rastros hoy, sumida como está la región en la pobreza y tantas guerras ajenas.

En su vejez, augurando que la muerte le llegaría en cualquier momento, Benito Piernas decidió que debía deshacerse de la riqueza que había acumulado: a la rutinaria bala del desayuno —un pedazo de plátano verde molido con queso— comenzó a untarle un poquito de oro en polvo. Para animar la digestión, se tomaba una taza grande de café oscuro. Y así todos los días. 

Dicen los lugareños que su casa era grande y alta, construida sobre palafitos de madera que superaban el promedio del pueblo. El baño era una letrina que tenía dos marcas para poner los pies, y allí Benito acomodaba su cuerpo en posición fecal para iniciar su proceso de limpieza. La mierda salía con pedacitos de oro y las barequeras del pueblo se enteraron. Con sus bateas recogían las heces debajo de su casa y don Benito sentía que eso era un robo porque, de alguna forma, torpedeaba su purificación. Luego de varias intentonas por impedir que le barequearan sus heces, Benito logró su objetivo: cayó en la ruina y murió pobre. Pero en Barbacoas quedó de él una frase, usada por los mineros cada vez que encuentran más oro de lo normal: “Yo lo único que quiero pedirle a mi diosito es que me venda un pedacito de cielo para vivir con mi mujer y mi familia”. Benito Piernas, seguramente, extirpó el pecado de la riqueza y encontró su pedacito de cielo.

Cuento aquí, en mi primera columna en Cambio, la historia de don Benito Piernas porque escribir columnas —y escribir en general— es, de cierta manera, enfrentarse a los demonios propios para sacarles provecho. Espero entonces, cada semana, escarbar en mis pecados, y en los de los demás, y en los del país, para encontrar algún grano de oro. O para ganarme un pedacito de cielo.

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