Helena Urán Bidegain
28 Marzo 2022

Helena Urán Bidegain

Valores y menores

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¿Por qué quiso la guerrilla entrar al Palacio de Justicia donde estaba tu papá?, ¿qué pasó con todas las personas que estaban adentro?, ¿qué pasó con la guerrilla?, ¿cómo te sentiste cuando supiste que te habían mentido y que no había sido la guerrilla, sino el ejército quien había matado a tu papá?, ¿has perdonado a quienes te hicieron eso? 

Esas fueron algunas de las preguntas que niños bogotanos me hicieron la semana pasada cuando un maestro con ganas de enseñar a pensar, más que a memorizar, y en este caso concreto, sobre todo a empatizar, tuvo la idea de resignificar una izada de bandera y llenarla de contenido en torno al Día Nacional de la Memoria y Solidaridad con las Víctimas, el 9 de abril. 

Los niños y niñas con los que pude conversar sobre mi propia experiencia con la violencia tienen entre 11 y 12 años. Una edad muy cercana a la mía cuando sucedió el ataque al Palacio de Justicia, y que cambió mi vida para siempre. 

Esta charla me dejó en claro que los niños en Colombia tienen muchas preguntas, sobre lo que continuamente escuchan en las noticias, lo que ven a su alrededor o incluso experimentan en carne propia. Me refiero al hecho de vivir inmersos en una sociedad que aún no sale de la guerra y padece a diario los efectos de la violencia en todos los niveles, y al hecho de que a la inmensa mayoría de estos niños se los deje solos ante la barbarie, sin acompañamiento, ni respuestas.

Me pregunto ¿qué entenderán los niños con el concepto de víctima? Una palabra que es usada de manera recurrente y superficial, por lo general, por delante de grandes cifras ¿Se preguntarán ellos por qué suman tantos números? ¿Por qué los adultos no logran convivir en armonía? ¿Se preguntarán si todos aquellos que ya no están o han sido victimizados eran y son como ellos mismos, con sueños (incumplidos), esperanzas y contradicciones y que habrían enriquecido la vida del país y por tanto la de ellos mismos? O, ¿habrán normalizado ya la violencia, la miseria y la muerte como les ha pasado a muchos adultos en el país? 

El ejercicio de diálogo con este reducido grupo me hizo indagar sobre la existencia de políticas formuladas desde el Ministerio de Educación, que les den herramientas a los niños para entender su realidad y los orienten a cómo transitar por las consecuencias que tienen para ellos vivir en un país violento.

En Colombia, la historia dejó de ser una asignatura autónoma en 1984, y en 1994, durante el mandato de César Gaviria, incomprensiblemente, desapareció del pénsum de la formación básica. Algo que podría explicar muchos otros asuntos nefastos del país, pero que no son la intención de esta columna. 

Lo que se quiere aquí es visibilizar el vacío, en términos educativos, que existe hoy frente a los niños colombianos y el imperativo en que se construyan políticas públicas de memoria histórica y de derechos humanos -DDHH-, sólidas y con programas pedagógicos claros, que lleguen a todo el país, para que los maestros puedan ponerlas en práctica sin temor a que sea entendido como adoctrinamiento.

Aunque desde la Secretaría de Educación de Bogotá, existen programas interesantes de DDHH para centros educativos, no se encuentra nada sustantivo a nivel nacional. Lo más aproximado es la Ley 1620 del 2013, que menciona la enseñanza de los DDHH, pero enfocado al acoso escolar.  

También existe la Ley 1732, de 2014, que plantea la obligatoriedad, de la cátedra de la paz, en todos los centros educativos. Esta cátedra, sin embargo, no solo es extremadamente elástica, un todo y nada, sino que peor aún, ni siquiera parece que se lleve a cabo de forma generalizada como parte del currículum de enseñanza para los menores. Posiblemente por la tergiversación e instrumentalización que ha hecho la extrema derecha del término “paz”, lo que tiene dividido al país y genera intimidación e inseguridad a los maestros de que su clase se divida, de tener que dar cuenta a los padres, o que la dirección escolar no los apoye. 

Artículo 3

En la Alemania de la posguerra, en 1966, el filósofo Theodor Adorno formuló en su conferencia "La educación después de Auschwitz": "La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación" ,y el tema del nacionalsocialismo y el Holocausto está firmemente anclado en la asignatura de historia o en las asignaturas de ciencias sociales y se refuerza en la secundaria. 

Como sucede en Colombia hoy, la sociedad alemana de posguerra, estaba muy polarizada sobre este asunto, pero se acordaron tres principios que son la base para el trabajo general de la educación cívica y política del país: 1. Prohibición de sobrepasarse, es decir, no imponerle al alumno -por ningún medio- una opinión e impedirle así "adquirir un juicio independiente". 2. Permitir la controversia en el aula, porque si se ignoran los puntos de vista diferentes, se suprimen las opciones, se quedan sin discutir las alternativas, y eso lleva al camino del adoctrinamiento. Y 3. El estudiante debe ser capaz de analizar una situación política y representar sus propios intereses.

Así que los maestros no pueden influir en los alumnos, tienen que ser siempre neutrales políticamente, y no les está permitido mostrar su propia opinión, pero siempre orientando hacia el respeto por los derechos humanos.

El ministerio federal de educación alemán se encarga de proveer a los maestros entonces pedagogías claras y definidas, para que ellos sepan, a su vez, cómo abordar con sus alumnos estos temas determinantes para el país y profundamente impactantes y dolorosos. Las charlas con las víctimas han sido recurrentes.

Todo esto responde a la fórmula para redemocratizar el país después de la Segunda Guerra Mundial. Los resultados son evidentes porque, aunque tampoco Alemania escape al auge de populismo de derecha en el mundo, la sociedad civil ha entendido cuál es su responsabilidad para moldear el país que quiere, y que no puede nunca más mirar para el otro lado ante hechos violentos. 

En Colombia, en la llamada era del posconflicto, también la explicación de nuestra guerra y la memoria histórica como parte del currículum de la clase de historia o de ciencias sociales, debería ocupar un espacio importante en la educación del país y no ser algo que, con suerte, se trata en fechas conmemorativas. Lo acordado en los diálogos de paz, en este sentido, tampoco llevó a ninguna política pública seria ni consecuente.

Hablar y enseñar en las aulas de clase sobre el conflicto armado, la violación de derechos humanos u otros hechos violentos en el país, es un asunto que apunta a la formación valórica, el tipo de convivencia que quisiéramos tener en Colombia, y menos a la interpretación histórica: lo que pasó aquí o allí, si este fue bueno o malo, el Estado, las guerrillas, el narcotráfico o los paramilitares; sino que apunta a una formación ética y en principios democráticos, a partir, sí, de hechos históricos.

Las clases sobre memoria histórica y DDHH, apoyándose en los libros de texto, cartillas etc. que aborden estos hechos desde la experiencia de las víctimas, o visitando, a manera de recurso pedagógico, los lugares concebidos por ellas como lugares de memoria, serán mucho más útiles para la consolidación de una educación cívica, que hacerlo desde el estudio abstracto de la Declaración Universal o la Convención Americana de los Derechos Humanos.

Esta enseñanza puede además tener dos fuentes, una es nuestra propia historia del conflicto armado, y la otra, temas universales como la discriminación a comunidades étnicas o a minorías sexuales y el trato que le damos a los presos en las cárceles colombianas.

Hacerlo conllevará a que, desde temprana edad, los niños aprendan a dirimir los conflictos sin agredirse, a convivir bajo unas reglas de tolerancia a lo diferente pero también de intolerancia frente a lo que genera violencia y sufrimiento a los demás. 

Por eso era relevante contar mi experiencia a los niños de 11 y 12 años. Para que entendieran que, así como ellos ese día en el que conversamos, yo también estaba sentada en mi aula de clase de 5to de primaria cuando me sacaron para contarme, junto a mis hermanas de 13 y 5 años de edad, lo que sucedía en el Palacio de Justicia.

Ese hecho que desde entonces nos convirtió en un número dentro de los más de nueve millones de víctimas que tiene este país por cuenta de los actores armados y que para muchos adultos no significa nada más que una cifra. Hablar de esto con los menores puede llevar a que a los niños sí les importe el valor de la vida y el que tiene la historia en la construcción del futuro, para que más adelante exijan un país mejor y más democrático para todos.


 

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