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En 2008, Diego Alberto Tamayo tenía 26 años y vivía en el barrio San Nicolás de Soacha junto a su madre, Idalí Garcerá. Una falsa promesa de trabajo lo llevó hasta Ocaña, Norte de Santander, allí apareció muerto junto a dos amigos que viajaron con él. Los mató el Ejército.

Diego estaba tratando de reunir dinero para continuar con su carrera de veterinaria y ayudar con los gastos de la casa. “Era un hijo incondicional, siempre tuvo empatía por los animales, recogía perros y gatos para curarlos y para ese entonces me había regalado un conejito. Tenía mucha ilusión de estudiar”, me cuenta Idalí. Sin embargo, a ella no le daba buena espina el viaje, porque no sabía nada de las personas que se lo iban a llevar.

Viajaron por tierra y llegaron a Ocaña el 26 de agosto en la madrugada. Ese mismo día los reclutadores –a quienes les pagaron un millón de pesos, según la Fiscalía– los llevaron hasta una zona rural en la que encontraron un falso retén montado por la Brigada Móvil 15 del Ejército. Los militares les quitaron sus documentos de identidad y luego los asesinaron.

Idalí se enteró de la muerte de su hijo y sus amigos días después, cuando un primo le mostró un periódico que decía que habían dado de baja a tres narcoterroristas que delinquían en Ocaña. “Se me fue la vida, era mi único hijo, mi todo”, me dice con la voz entrecortada.

Wilmer Jácome tenía 21 años, era el tercero de siete hermanos y vivía con sus padres en una pequeña parcela en Convención, Norte de Santander. Trabajaba recogiendo café. El 16 de octubre de 2007 salió a las cinco de la mañana a trabajar en la finca de un amigo, pero nunca llegó.

“Cuando me di cuenta fui a poner la denuncia por desaparición, pero un amigo me dijo que estaba en la morgue, y allá lo encontré muerto. Yo no entendía por qué me lo habían matado, pero el fiscal de allá me dijo que él entendía el dolor, pero que mi hijo estaba para que lo mataran”, me cuenta Alfonso Jácome, el padre de Wilmer.

A Wilmer se lo llevó el Ejercito al salir de su casa, lo asesinaron en un camino veredal y lo presentaron como un guerrillero muerto en combate. Lo vistieron con camuflado y le pusieron un bolso con dos granadas, dos pistolas y una ametralladora. “Nosotros toda la vida hemos sido campesinos, Wilmer quería era ser profesor [sic] porque le gustaba enseñar a los niños y porque la situación en el campo es difícil, para eso estudiaba de noche, pero nunca vimos un arma”, me dice Alfonso.

Aunque Idalí y Alfonso emprendieron una lucha para demostrar que sus hijos fueron ejecutados extrajudicialmente, tan solo la semana pasada, casi 15 años después, los responsables –diez militares retirados de la Brigada Móvil 15 y un civil– estuvieron frente a ellos y ante otras víctimas, confesando que los habían asesinado como parte de una política que existía dentro de las filas del Ejército.

Los testimonios fueron crueles y dolorosos. Alfonso no solo tuvo que escuchar a los exmilitares contando cómo ejecutaron e hicieron pasar a su hijo como guerrillero para complacer a un Gobierno, sino que se enteró, durante la audiencia, que uno de ellos, el capitán Daladier Rivera Jácome, es su primo: “No sabíamos que éramos primos, pero mire cómo es la vida, me mató a mi muchacho, a su familia, esto no tiene perdón”.  

Todo esto ocurrió en medio de una audiencia de la JEP sobre el macrocaso 03: Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado, más conocido como ‘falsos positivos’, un capítulo de horror que marcó la historia del país. Según la JEP, 6402 personas fueron ejecutadas extrajudicialmente en Colombia entre 2002 y 2008, periodo en el que Álvaro Uribe fue presidente, el mismo que no ha perdido oportunidad para atacar a esta justicia transicional, tanto así que en 2020 llegó a proponer un referendo para derogarla. A eso se sumó su hijo Tomás, que en una entrevista en La W Radio dijo que la JEP se podría reemplazar por un formulario en internet.

No, la JEP no se puede acabar ni tampoco se puede convertir en un simple trámite digital. Gracias a la JEP es que Idalí, Alfonso y los familiares de cientos de jóvenes asesinados por el Ejército, pudieron escuchar hace unos días parte de la verdad que han buscado durante años. Aunque para ella y para las otras víctimas este es solo el inicio, pues reclaman conocer quién o quiénes gestaron esa política macabra y que los altos mandos –como el general Mario Montoya, que aunque está en la JEP no ha hecho aportes significativos al caso– reconozcan y asuman su responsabilidad.

“Estoy cansada, pero espero que me alcance la vida para poder saber todo lo que pasó”, me dice Idalí. Y yo espero que el Estado no les vuelva a fallar, que no llegue otro gobernante que, con egoísmo e indolencia, amenace con hacer trizas los acuerdos y busque cualquier excusa para acabar con lo único que les ha podido dar un poco de alivio en medio de tanto dolor.

 

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