Helena Urán Bidegain
2 Agosto 2022

Helena Urán Bidegain

Verdades incómodas en las aulas

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Para el mundo es asombroso que en Colombia hablar de paz genere tanto escozor. Recuerdo en 2016, llegando a mi oficina de trabajo en el Bundestag, en Berlín, cuando mis compañeros me preguntaban, incrédulos, cómo era posible que Colombia hubiese votado NO en el plebiscito, frente a un asunto existencial.

Se había manipulado la sociedad, generando miedo. La tesis central era que se trataba de impunidad y que se regalaría el país a las Farc. Decían “paz sí, pero no así”. En ese momento se imponía, una vez más, el modo guerra y todo el sistema con el que los más grandes oponentes a la paz se sentían seguros, pues la guerra los beneficia desde hace décadas. Posteriormente, el acuerdo se modificó y se firmó.

Ahí llegó el gobierno de Duque, saboteando con su desprecio las instituciones resultantes de los acuerdos de paz, es decir, el Sistema Integral de Justicia y Verdad, que aspira a mejorar la situación de las víctimas y del país en general. Pero ahora después de cuatro años de grandes dificultades para implementar los acuerdos, el nuevo gobierno llega hablando en voz alta de paz, y enfatiza su apoyo a las instituciones que han tenido que trabajar a contracorriente para responder a su mandato constitucional.

La propuesta es la «paz total». Una amplia, que deje de ser asunto de algunas instituciones u organizaciones y discursos, para ser el eje conductor de toda la política. Es decir, la idea es que la paz penetre en todos los ámbitos de la vida del país y que se genere un cambio de mentalidad.

Es por eso que el próximo ministro de Educación, Alejandro Gaviria, ha comunicado desde ya su intención de presentar el Informe Final de la Comisión de la Verdad en los colegios de Colombia. Y es lo consecuente, pues se trata de aplicar —ahora sí— la Ley 1732 de 2014, que plantea la obligatoriedad de la cátedra de la paz en todos los centros educativos.

Se suele decir que la verdad es la primera víctima de la guerra y por eso es también el primer requisito para salir de ella. Es el paso uno para entender lo que nos pasó, quiénes hemos sido como nación, vernos al espejo y decidir cómo vamos a tramitar nuestro pasado de violencia para buscar la no repetición. Los amigos de la guerra —los de siempre NO a la paz— han reaccionado también en esta ocasión contra la propuesta del ministro. Lo de ellos es el negacionismo, infundir miedo y torpedear cualquier intento de paz. Es la historia de nuestro país.

Pero también ha sucedido en otras partes del mundo que, tras un conflicto armado o una guerra, se cree una gran resistencia a salir de la violencia. Es fácil adivinar que quienes participaron directa o indirectamente, quienes se beneficiaron de ella, sean los que se opongan a que se sepa la verdad, porque quieren evitar que su accionar genere rechazo social, que se les juzgue; y porque en su avaricia y maldad, primero están ellos que la defensa de la vida y el respeto a la dignidad como un asunto inalienable.

En la Alemania de la posguerra, por ejemplo —es decir, después del nazismo— hubo mucha polarización en torno a la verdad; muchos argumentaban que habían seguido órdenes; otros, que tan solo habían defendido el país; los terceros, que no habían visto nunca nada, a pesar de permitir pasivamente que Alemania llegara a tener más de seis millones de víctimas; y de que, en muchos casos, se vieran los trabajadores esclavos en las ciudades, o las chimeneas humeantes después de ser usadas las cámaras de gas; a pesar, también, de que muchos acapararon viviendas y pertenencias abandonadas por quienes terminaban en los campos de concentración, entre otras tantas atrocidades.

La idea de hablar de ese sistema de terror estatal y de que la vergonzosa verdad fuera objeto de estudio en el currículo escolar fue parte de todo el programa diseñado para volver a democratizar el país. No era fácil, y aún no lo es para muchos, aceptar que su familia participó de ese régimen atroz y que no fueron solo unos nazis sino todo el país que así lo permitió.

En 1966, el filósofo Theodor Adorno formuló en su conferencia La educación después de Auschwitz: “La exigencia de que Auschwitz no se repita, es la primera de todas en la educación” y el tema del nazismo y el Holocausto está firmemente anclado en la asignatura de historia, o en las asignaturas de ciencias sociales, y se refuerza en la secundaria.

Como respuesta a la polarización y la oposición a la verdad, en las aulas alemanas se acordaron tres principios que son la base para el trabajo general de la educación cívica y política del país, encaminada a la No repetición: 1) Prohibición de sobrepasarse, es decir, no imponer al alumno —por ningún medio— una opinión, e impedirle así "adquirir un juicio independiente". 2) Permitir la controversia en el aula, porque si se ignoran los puntos de vista diferentes se suprimen las opciones, se quedan sin discutir las alternativas, y esto lleva al camino del adoctrinamiento. Y 3) El estudiante debe ser capaz de analizar una situación política y representar sus propios intereses.

Así que los maestros no pueden aleccionar a los alumnos, tienen que ser siempre políticamente neutrales y no les está permitido mostrar su propia opinión, aunque deben siempre orientarlos hacia el respeto por los derechos humanos. Es decir, deben ser imparciales, pero no exentos de valores.

Los resultados de esta política en Alemania son evidentes porque, aunque tampoco este país escape al auge del populismo de derecha en el mundo, la sociedad civil ha entendido cuál es su responsabilidad para moldear el país que quiere; los niños son educados para entender cuál es su rol dentro de la sociedad, y esta es en su mayoría crítica y cuestiona el poder. Confrontar su pasado de terror y aceptar la verdad, ha llevado a que hoy el país disfrute de una sólida democracia liberal.

Por eso, sería interesante que la senadora Paloma Valencia, una de las que tan ferozmente se opone a que hablemos en las aulas de nuestro pasado, de los actores directos en la guerra y de hechos empíricamente comprobables, conociera esta experiencia concreta en el mundo, como parte importante de la solución para salir de la guerra. Tal vez así dejaría de atacar tanto cualquier intento de avanzar. Tal vez aceptaría que no es legítimo, bajo ninguna circunstancia, que la fuerza pública y el Estado cometan crímenes y que ello solo nos deforma como nación. Entendería que hablar del horror vivido por tantos no es adoctrinar, que hay métodos y maneras para hablar con los menores sobre la realidad que de todas maneras viven a diario ya. Que hacerlo les puede dar herramientas para tramitarla mejor y, sobre todo, los dotará de valores democráticos y humanos para decidir que nunca más quieren ellos repetir ese horror.

En Colombia, con todas las dificultades, gracias al trabajo del sistema Integral de paz pero también al esfuerzo de tantas otras organizaciones de victimas, centros de memoria y de derechos humanos, podemos afirmar que estamos ya caminando en esta dirección. Introducir la verdad en las aulas será un paso adicional para que la paz penetre en más esferas y ámbitos del país y es necesario implementarlo gradualmente, para no seguir transmitiendo a nuestros hijos el mismo legado de violencia como cosa natural, incluso si ahora hay oposición.

 Somos muchos quienes no queremos que más crímenes atroces se repitan en el país; queremos dejar  atrás la naturalización de la violencia y el modo guerra permanente, de una vez y para siempre. No será una historia agradable de conocer; será difícil para muchos aceptar que más de nueve millones de colombianos han sufrido lo indescriptible, y que todos hemos permitido que ello fuera posible. Será doloroso vernos reflejados ahí. Sí. Pero estoy segura de que mirar de frente la guerra es el único camino para aprender a vivir en paz. La única posibilidad de hacerlo mejor con nuestros hijos es que empecemos a educarlos para la paz.

Y es también la única garantía de No más repetición.

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