“Parecemos perros”: presos que llevan años en las estaciones de Policía

Crédito: José Ricardo Baéz

24 Septiembre 2023 03:09 am

“Parecemos perros”: presos que llevan años en las estaciones de Policía

Imágenes fuertes. En las estaciones de Policía de Bogotá hay un hacinamiento que llega al 160 por ciento. Algunos detenidos llevan hasta dos años viviendo en una carpa. Los detenidos aseguran que no saben cómo no se han vuelto locos.

Por: Javier Patiño C.

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Cambio Colombia

 

La tarde del 13 de noviembre de 2022, Kevin Peláez, de 32 años, caminaba cerca al centro comercial Viva Bogotá cuando fue detenido por las autoridades: lo buscaban por ser uno de los principales expendedores de droga en el suroccidente de la ciudad.

Una vez capturado, fue llevado a la estación de Policía de la localidad de Kennedy, donde ha permanecido por más de ocho meses, a la espera de que le solucionen su situación jurídica. Parece mucho, pero es poco si se compara con otros reclusos que llevan hasta dos años esperando ser trasladados.

Durante el tiempo que lleva detenido, ha compartido con los más de cien presos del lugar las dificultades de vivir en una carpa improvisada de diez metros de largo por cinco de ancho, donde normalmente pueden permanecer hasta veinte internos.

El hacinamiento es evidente también en los tres calabozos de la estación, donde habitan más de doscientos detenidos en espacios en los que solamente pueden estar treinta personas. 

La estación de Policía de Kennedy, como las demás estaciones de Policía de Bogotá, están acondicionadas para la entrada y la salida de los capturados hacia las cárceles de la ciudad, pero está visto, como le sucede a Peláez, que se ha convertido en un calabozo donde no hay condiciones mínimas de detención permanente.

El frío de la madrugada bogotana lo despierta incluso antes de que a las cuatro de la mañana sea levantado por uno de los seis agentes de Policía, para que tome el primer turno en una de las tres duchas instaladas para todos los presos en la estación.

“Salimos dos veces a hacer necesidades, que es a las cuatro y media de la mañana y a las dos de la tarde. Imagínense, tenemos que aguantar un poco de horas para poder salir al baño”, dice Kevin.

Hacinados, sudorosos, con hambre, sin sentir la luz del sol y sin mucho por hacer, algunos pasan la tarde viendo televisión y jugando dominó. Matar el tiempo es lo primordial. “Aquí los días son muy largos, tenemos que permanecer en la carpa viéndonos las caras,  algunos durmiendo, otros viendo televisión; si tienes suerte, te prestan algo para leer”.

Carlos López, otro de los presos que lleva dos meses en la estación de Policía, luego de ser capturado robando un apartamento por el sector del Tintal, asegura que hay que realizar un curso para no volverse loco.

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“En las noches, si ustedes se dieran de cuenta cómo vivimos... hay que hacer un curso para acomodarse, unos encima de los otros; no puedes estirarte y tienes que permanecer quieto para no terminar peleado con tu vecino”, afirma. 

La convivencia se complica si llueve. Carlos dice que es más el agua en el interior de la carpa que la que cae afuera, “porque hay partes que están ya rotas y nos toca inventarnos formas para amarrar las puntas para que el agua no se entre”.

En una de las esquinas de la carpa permanece sentado un hombre que conocen como El Rolo. Ya casi ni se mueve. Lleva dos años esperando una audiencia a ver si por fin lo trasladan a una cárcel. Su jornada diaria, según cuenta Kevin, es dormir y comer, "un ejemplo de que nunca será resocializado".

Miguel, un recluso que lleva nueve meses en la estación dice que no tienen camas sino esteros, y que se alternan con sus compañeros para sentarse. Si no, les tocaría dormir parados. No hay colchonetas, ni sábanas, ni implementos de aseo.

“Nos toca decirles a nuestras familias que nos colaboren para tener alguna cobija o almohada. Lo peor es que nos toca esperar hasta 15 días cuando los dejan ingresar a vernos”, agrega Carlos.

En la estación también es común que los internos cuelguen hamacas en el techo, algo que ellos dicen que “es un lujo”, porque en otras estaciones de Policía extorsionan para poder colgarlas.

Las celdas, además, tiene múltiples problemas. Samuel, un ciudadano venezolano que lleva cuatro meses relata que solo tienen un baño y que, cuando la cañería se desborda, deben dormir en cuclillas, pues las aguas negras inundan el lugar y el olor es insoportable.

Otro problema es lavar la poca ropa con la que cuentan. Algunos se la entregan a sus familiares cuando ingresan a visitarlos, pero la mayoría aprovecha el turno del baño para lavar al menos la  ropa interior.

La situación se repite a lo largo y ancho de los cerca de cincuenta metros cuadrados de la estación. Los reclusos también denuncian el mal estado de los alimentos y las infecciones a las que están expuestos. Estos sitios, que son de reclusión transitoria, se convirtieron en lugares de detención permanente.

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“Aquí no hay resocialización de nada, aquí uno mantiene las 24 horas pensando en cosas que quizás no tiene uno que pensar. En una cárcel puede uno estudiar, trabajar; en cambio aquí uno se llena de ira”, dice Kevin.

Sin excepciones, los reclusos piden a gritos a los jueces de garantías que agilicen los trámites para ser remitidos a los centros carcelarios, y a los jueces de penas, que hagan efectivas esas órdenes, aunque en los pabellones no les espere mejor suerte.

"Parecemos perros, ni un animalito puede vivir así, uno encima del otro, inconformes porque quisiera uno irse a una cárcel grande a descontar, a tener su resocialización, estudio, trabajo, para algún día tener una domiciliaria o la condicional", dice Kevin mirando sus manos esposadas.

Según cifras de la Personería de Bogotá, el hacinamiento en la mayoría de las 17 estaciones de Policía de la ciudad llega al 160 por ciento. Este es el caso de las estaciones de Usaquén, Fontibón y Kennedy, cuya capacidad es para solo 80 personas y hoy hay más de 300.

"A un compañero le tocó el paseo de la muerte –dice Carlos–. Cuando se puso mal y necesitaba una operación, en cuatro centros de salud le cerraron la puerta. Al final, lo operaron en la Clínica San Rafael. Lo hicieron por pura humanidad, pero por estar tanto tiempo de un lado a otro, falleció. Los casos de emergencias se han repetido varias veces. Gracias al apoyo de los agentes de Policía, los enfermos han sobrevivido, pero lo mejor que han tenido es que han sido trasladados a un centro de reclusión del Inpec”.

Los internos de la estación de Kennedy, cuyos derechos humanos les son vulnerados diariamente, se sienten olvidados por el Estado. “Yo solo pido que me manden a una cárcel. No tengo un abogado fijo, mi familia no tiene dinero, necesito ayuda”, exclama Kevin. Lo dice y el desespero se le nota en la mirada. Como Carlos, se da sus mañas para no volverse loco. Pero está a punto. 

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