Velia Vidal
26 Julio 2024 11:07 am

Velia Vidal

Activista

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No sé en qué momento empezó a aparecer la palabra activista en mis perfiles, nunca lo he puesto en mi hoja de vida o en algún texto enviado para que me presenten. Se me ocurre que surgió de la percepción de algunos. Me sentí extraña cuando me invitaron a una conversación hace casi un año en el marco de un evento del libro, para hablar específicamente de lo que significaba ese rol.

La segunda acepción que presenta el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española para activismo es “Ejercicio de proselitismo y acción social de carácter público, frecuentemente contra una autoridad legítimamente constituida”. Al consultar el término activista, la tercera acepción dice “Militante de un movimiento social, de una organización sindical o de un partido político que interviene activamente en la propaganda y el proselitismo de sus ideas”.

En ambas acepciones hay unos detalles aparentemente sutiles, pero que podrían explicar la carga negativa que socialmente se le ha impuesto a la palabra. Dentro de esa carga negativa quizá lo que más me sorprende es la asociación con la inacción. Solemos tener la idea de que una persona activista levanta la voz, reclama, discute, pero poco o nada materializa acciones.

Es fácil ver en las redes sociales a muchas personas identificadas como activistas, rechazando con vehemencia los actos contrarios a las ideas que defienden, explicando asuntos históricos o conceptos, aunque carezcan de fondo y soporte teórico. Recurrentemente se hacen reclamos basados solamente en las emociones y se difunden ideas erradas sin remitir a fuentes confiables. En muchos de estos casos nos encontramos personas molestas, que hablan con vehemencia, usan insistentemente las ironías, frecuentemente proyectan rabia y especialmente en espacios de conversación, gritan.

Este tipo de conductas, que pueden manifestar por igual los animalistas, antirracistas, ambientalistas, terraplanistas, transodiantes, antivacunas, entre muchos otros de ultraderecha, izquierda o progresistas, terminan por confirmar el sesgo negativo sobre el activismo. Un sesgo que lleva a muchos a rechazar el hecho de ser nombrados de esa manera. 

Yo elegí quedarme con el pedacito de la acepción que define el activismo como un ejercicio de acción social de carácter público, en mi caso, acción social para el antirracismo y para el ejercicio de los derechos culturales. Y decidí abrazar la palabra como la expresión del compromiso con una causa, que se materializa en una postura vital reflejada en lo que escribo y publico, los procesos culturales que gestiono o mis intervenciones públicas.

Al tratarse de un asunto público considero que, cualquiera que sea la causa, requiere formación, coherencia y un compromiso con el respeto y reconocimiento de los otros, independientemente de que sus posturas sean contrarias a las nuestras. Creo también que el activismo, para llamarse así, exige tener unos propósitos claros y unos caminos efectivos para luchar por las causas que se defienden. Hay quienes se dedican a hacer visibles los fallos del sistema, las acciones excluyentes y son indispensables para permitirnos ver, sin que esa puesta en evidencia tenga que conllevar violencia. Otros eligen las vías legales para promover cambios concretos y con efectos prácticos; sin esos, la garantía de derechos no habría llegado a donde vamos. 

Yo estoy en el camino de la pedagogía, de la conversación y la materialización de acciones desde el ejercicio ciudadano, desde ese lugar abrazo la definición como activista, con el deseo de que un ejercicio cada vez más cualificado amoroso, nos permita restarle la carga negativa a un rol que históricamente ha transformado nuestras sociedades.
 

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