Desayunamos en la placita de Flórez, después del desayuno pasamos a mi floristería favorita y compramos orquídeas para mi casa, ese oasis que tenemos en todo el corazón de Medellín. Habitamos el barrio Boston hace unos treinta años, desde que mi papá compró ese apartamento que ahora llamo mi casa. Aprendimos rápido a disfrutar y amar la placita, a movernos con soltura por la avenida La Playa, por Colombia, a discurrir por todo el centro de la ciudad en busca de lo que necesitáramos. Un sábado, mi papá me trajo de la Plaza de Flórez la única rosa que me regaló en toda su vida, era roja. Igual que con los poemarios, donde un solo poema basta para que todo el libro haya tenido sentido, una sola rosa basta para atesorar el gesto de mi padre, de regalarme belleza y hacerme sonreír.
Contemplé por un buen rato las orquídeas que compramos y después me fui al evento que me había traído por pocas horas a mi casa, no el clásico edificio donde queda mi apartamento, sino a la ciudad entera, que hace muchos años ha sido hogar para mi familia y para mí. Era la duodécima versión de la fiesta de la diversidad, un interesante evento que realiza la Alcaldía de Medellín, al que me invitaron a conversar sobre temas afro. Estereotipos, vulneración de derechos, interseccionalidad, entre otros temas recurrentes en estos espacios, hicieron parte de la conversación, y fue surgiendo poco a poco la reflexión alrededor de un tema que desde hace mucho me inquieta, y es esa noción de que la gente negra de Medellín proviene de otras regiones, como si la ciudad no tuviera, desde hace varios siglos, su propia comunidad afro.
Las afromedellinenses son personas nacidas y criadas entre las montañas. A veces, sus padres o abuelos llegaron de otras regiones mayoritariamente afro, pero no necesariamente de departamentos distintos a Antioquia. Indiscutiblemente, tanto en el Nordeste, el Magdalena medio, Urabá y el Bajo Cauca, como en Medellín, ha habido gente negra desde la misma llegada de los africanos esclavizados y sus descendientes no han conocido más entorno que el antioqueño.
Una buena evidencia de esta presencia que data casi desde la misma fundación de Medellín, dada la cercanía de la fecha con las del inicio de la llegada de los esclavizados, se encuentra en las crónicas escritas por Felipe Osorio Vergara y publicadas recientemente por el periódico Universo Centro. En estas, Osorio utiliza retazos de esas voces soterradas de una Antioquia negra, encontradas en las series Escribanos (registros notariales) y Mortuorias (testamentos y actas sucesorias) del Archivo Histórico de Antioquia. Las crónicas tienen como protagonistas a varios esclavizados, cuyas vidas nos permites conocer un poco más de la indigna cotidianidad para los traídos de África y los negros criollos, nacidos en Antioquia. Algunos, afromedellinenses. Por supuesto, las evidencias son muchas más, tal como lo citan las mismas crónicas o como lo dejan ver el canónico autor antioqueño Tomás Carrasquilla, cientos de investigaciones recientes, o reveladores procesos artísticos como el de Liliana Angulo.
Es innegable que un número significativo de las personas negras que hemos habitado Medellín somos migrantes de otras regiones como el Chocó o el Caribe, entre muchas razones, por las oportunidades laborales en servicio doméstico o construcción, o por la presencia de universidades públicas de mayor calidad y cobertura que en nuestros sitios de origen. El conflicto armado lanzó a otros miles a salir de sus pueblos para instalarse en la capital de Antioquia. Hacer la vida aquí, amar esta ciudad, sumar en su productividad, conformar aquí la familia propia y ver crecer a los hijos, diría yo, también nos convierte en afromedellinenses.
Negar la existencia de unas negritudes propias de Medellín, intentar crear la distancia aludiendo a migraciones recientes, pretender mantener la idea de que solo seguimos habitando el Parque de San Antonio, el centro, Moravia o las comunas ocho y trece es una anulación que solo puede provenir del racismo enraizado en la ciudad.
Acostumbrada a los retos y con capacidades para afrontarlos, Medellín tiene la enorme tarea de cuestionarse a sí misma, de modificar el discurso y abrazar lo afro como propio. Tendrían que empezar a avergonzarse sus instituciones, de sus contenidos plagados de estereotipos y sus acciones tokenistas que no van más allá de cumplir la cuota.
Entre tanto, yo seguiré desayunando con mis amigos en la placita y comprando flores después, siempre que pueda, hasta que toda Medellín nos sienta suyos, a los afros que la habitamos, tanto como nosotros la sentimos propia.