Jaime Honorio González
6 Abril 2025 03:04 am

Jaime Honorio González

Aprendiendo a ser papá

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Conocí el miedo la noche en que el médico puso en mis brazos a mi primogénito, envuelto por completo en una cobija donde apenas asomaba su pequeñísimo rostro, con los ojos totalmente cerrados, tal vez un par de horas después de haber nacido. Un martes 13, por cierto.

Me di cuenta de esa nueva sensación de temor cuando, a la semana siguiente, por cosas de mi trabajo, estaba a bordo de un helicóptero, muerto de miedo y con la cabeza llena de pensamientos trágicos que solo cesaron en el momento mismo en que la nave aterrizó. Aunque fue un vuelo tranquilo, yo estaba desecho y entonces supe que mi insoportable angustia la causaba la fatídica pregunta que en todo el viaje no dejó de dar vueltas en mi cabeza: ¿y qué sería de mi nene si este aparato se cae? 

Desde entonces, el miedo y yo convivimos, se ha vuelto algo así como mi mejor amigo; a veces nos reímos solos, a veces me aburre su cercanía, a veces me molesta su intromisión, pero ahí está, explícito o invisible, lo percibo disfrazado de adrenalina, en las dosis necesarias para salir avante. Por eso es que soy el rey de los fatalistas. Por eso, nadie imagina tragedias en su mente como yo. Y me voy a penaltis con el que sea.

Vivo una vida normal, con los problemas de todos, las angustias que no faltan, los días buenos, los días malos, pero, en general, una vida normal. Sin embargo, esta semana me descubrí completamente aterrado, instantes después de ver y oír una de las tantas tremendas frases que tienen los diálogos, y también los monólogos, de esa serie Adolescencia, que se ve en Netflix y que —por fortuna— tiene a todo el mundo hablando del tema. Al menos, a los que tienen hijos. Y especialmente, a los que tienen hijos adolescentes. Tenemos.

La frase de cuatro palabras me pegó durísimo. Yo confieso que lloré cuando vi que —en la serie de cuatro capítulos—uno de los protagonistas tiene 13 años y está en octavo grado. Igual que mi nené. Sí, yo sé que eso es por allá en el Reino Unido, donde los crían de una manera y que acá es Colombia, donde los criamos de otra. Igual, sufrí.

Sí, yo sé que los británicos parecen fríos hasta en sus entornos familiares. Y que acá somos latinos y mi nene me sigue dando besos en la mañana, en la tarde y en la noche, y que eso normalmente por acá es así, y que allá no. Igual, comparé.

No les diré en qué capítulo ni en qué parte de la serie el otro protagonista (el papá del niño de 13 años porque, para mí, sigue siendo un niño y no un adolescente) dice esta frase, que me tiene roto el corazón: “Debería haberlo hecho mejor”. Porque es, justamente, lo que muchos papás nos preguntamos con —diría yo— excesiva frecuencia: ¿lo estaré haciendo bien?

Porque el señor de la serie creía que lo estaba haciendo bien. Pero, se fue dando cuenta de que —por lo visto— no era así. La Policía acusó a su hijo adolescente de haber asesinado a sangre fría a una compañerita de colegio. Acusó a su hijo, a su nené.

No necesitan más para animarse a verla. Y si ya la vieron, no necesitan más para reflexionar al respecto.

Yo, en cambio, tuve que escribir para expulsar a mi mejor amigo, que se apoderó de mí por completo, durante cuatro horas, aprovechándose de mi debilidad. ¡Maldito! Un día me desquitaré.

Mientras tanto, leo tantas historias sobre el bullying en los colegios, en los de aquí y en los de allá, y entonces me asaltan mil ideas, por ejemplo sobre por qué se siegan vidas que hasta ahora están comenzando a vivir; sobre las familias de las víctimas —y también las de los victimarios— que prácticamente se destruyen; sobre las oportunidades perdidas; sobre la disfuncionalidad de esta sociedad que a toda hora se insulta en las redes, o en las calles, o en las casas, o en cualquier lado; sobre qué tan fuertes estamos criando (o malcriando) a los de esta generación de cristal; sobre si los excesos de amor también son malos; en fin, sobre si estamos haciendo bien o mal nuestra única tarea en la que no podemos fallar; sobre qué hacer si —a pesar de todo— fallamos y nos equivocamos; todo eso para no tener que decir alguna mañana, llorando absolutamente desconsolados, algo como: debería haberlo hecho mejor.

Ojalá que no.

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