
He estado dando vueltas por ahí, por algunas esquinas de este país, descubriendo algunos increíbles rincones y regresando a otros igual de mágicos que —en otros tiempos también difíciles— caminé con libreta y esfero en mano, hace ya varios lustros. Pero, esta vez, casi no tomé apuntes y ya les diré el porqué.
He vuelto a ver atardeceres maravillosos, ríos dominantes, gente bonita, muy bonita, aunque —eso sí— la misma pobreza de siempre, el mismo pueblo de casuchas con pisos de tierra, andenes estrechos, mobiliarios abandonados y calles sucias por donde transitan enjambres de motos y los parroquianos de siempre, ahora absortos en sus celulares, tratando de escapar del sopor que se apodera del ambiente y del olvido que sigue siendo patente en cada uno de estos pedazos de Colombia que apenas le importan a los bandidos del lugar.
Obvio, es su negocio particular.
En esos pueblos olvidados, la gente no se sienta a ver los consejos de ministros del presidente de turno. Primero, son muy largos; segundo, hablan un poco de bobadas que nadie entiende; tercero, es lo mismo que dijeron en los eternos consejos comunales de hace 20 años, o en los olvidables acuerdos para la prosperidad o en los `prevención y acción´ (que, por cierto, nada previnieron). Los mismos en los que todos recitaban una sarta de promesas, de informes técnicos que sólo ellos entienden, de siglas nuevas para remplazar las viejas, de porcentajes que nunca cuadran, de regaños a diestra y siniestra, de llamados de atención, de elucubraciones, de soliloquios, de disertaciones y —el que está de moda— de infinitos monólogos, ahora aburridos porque ya nadie le revira al jefe.
En esos pueblos olvidados, la gente no usa tuiter. La verdad es que no tienen tiempo para destilar odio, ni inventarse mentiras, ni insultar al prójimo porque ya tienen suficientes problemas con eso de subsistir a diario. Por ejemplo, no saben que Trump quiere anexarse a Canadá, comprar Groenlandia y quedarse con el canal de Panamá. Realmente, tampoco les importa.
En esos pueblos olvidados, todos irán a trabajar este martes. El día cívico que decretó el presidente desde su cómodo atril no es algo que aplique en esos territorios porque, por allá si no se va a trabajar no les pagan el jornal. O se pueden meter en un problema con el ‘duro’ de por ahí. Y además, porque marchar no les llevará la comida a la mesa, no importa si la manifestación es contra Petro o para apoyar sus reformas, no importa.
En esos pueblos olvidados, la verdad, el presidente no importa. Ni éste, ni el anterior, ni el de más atrás. Ni ninguno. Y me parece bien que no les importe. Finalmente, siguen siendo pueblos olvidados porque ni éste, ni el anterior, ni el de más atrás ni ninguno les ha cumplido. Es que es difícil creerles. Les prometieron vías y lo único que tienen para recorrer son insalvables trochas; les prometieron seguridad y a esas comunidades las domina el hampa; les prometieron prosperidad y el negocio que más crece es el prohibido; les prometieron presencia del Estado y dos veces pagué peajes informales, colaboraciones les dicen.
En esos pueblos olvidados, nunca les han cumplido. Por eso siguen en el olvido. Les prometieron seguridad democrática y recibieron falsos positivos; les prometieron prosperidad para todos y hoy son más pobres que antes; les dijeron que el futuro era de todos y futuro es lo que menos tienen por allá porque a duras penas, muy a duras penas, se logra sobrevivir al presente; les prometieron el gobierno del cambio, y Armando Benedetti es el que manda.
En esos pueblos olvidados, los motociclistas no usan casco ni sus máquinas tienen Soat; tampoco se expide factura electrónica, el dinero plástico es una verdadera rareza, los megacolegios públicos tienen apenas un par de salones y otro tanto de maestros, el internet para todos apenas existe en viejos avisos ya desdibujados donde se alcanza a leer algo así como “centros poblados”, y en casi todas esas pequeñas colombias olvidadas sigue habiendo lo mismo que antes: una iglesia, dos tiendas, tres bancas, cuatro esquinas, cinco bares y seis putas tristes. Y no hay nada más, excepto los mismos vecinos de siempre pegados a un celular. Para que vean que a esos pueblos olvidados la modernidad sí llegó.
Yo tampoco es que haya evolucionado mucho. Sigo tomando notas en mi libreta de papel, sigo yendo a las mismas esquinas olvidadas, sigo teniendo las mismas impresiones y por eso hoy ustedes leen un texto que pude haber escrito hace varios lustros, cuando empecé a conocer mi maravilloso país. Que por allá no es tan maravilloso.
Y como sigo viendo lo mismo, he tenido que escribir la misma historia porque por esos pueblos olvidados casi no hay nada nuevo. Por eso, la decepción de país sigue intacta. Y eso que yo me puedo refugiar en mi ciudad que tiene todo lo que no hay —ni parece que habrá— en esos pueblos olvidados que he vuelto a visitar. Y a donde prometí volver. ¿Ya ven por qué esta vez no tomé apuntes?
