¿Qué pasa cuando la protección de biodiversidad entra en conflicto con derechos o necesidades de particulares? No es una pregunta retórica sino que es la cuestión que está detrás de los paros de mineros en Caldas y Antioquia, así como de los campesinos y mineros del páramo de Santurbán.
Son dos derechos establecidos en la Constitución ¿cuál debe tener prelación, el derecho al trabajo de unos cuantos o el derecho a vivir en un medio ambiente sano?
¿Biodiversidad con hambre?
No es una pregunta fácil de responder. Los mineros y campesinos que bloquean las carreteras, violando otros derechos de millones de colombianos, derivan sus ingresos y viven de actividades, legales e ilegales, que afectan ecosistemas frágiles o que son indispensables para la conservación de fuentes de agua. El mismo dilema se enfrenta cuando colonos talan bosques en la Amazonia para sembrar coca porque es la única fuente de ingresos que tienen para alimentarse en regiones afectadas por la violencia y la falta de oportunidades laborales.
Hoy nadie discute la necesidad de preservar los páramos, la Amazonia, el bosque seco y el bosque tropical, y en general todos los ecosistemas, porque la destrucción de uno solo de ellos rompe el equilibrio planetario. Las múltiples actividades de la COP 16, la más grande de la historia como la calificó el New York Times, han alimentado la conciencia ambiental en el país.
Colombia es el país con más páramos en el mundo, abarcando aproximadamente 2.900.000 hectáreas que representan casi el 50% de estos ecosistemas a nivel global. Estos espacios capturan y almacenan agua, proveyendo el 70% del agua que consumen millones de personas en ciudades y pueblos. Sin embargo, más de 32.000 hectáreas de páramos han sido afectadas por la agricultura, la ganadería y la minería artesanal.
Los bosques colombianos también se encuentran en una situación crítica. La deforestación afecta a miles de hectáreas, principalmente en regiones de alta biodiversidad como la Amazonia y el Pacífico. Aunque frente al 2022 el año pasado disminuyó de 123.000 a 79.000 hectáreas, en la primera mitad de este año volvió a crecer un 40%. La tala de árboles para ganadería extensiva o para cultivos de coca afecta a los bosques tropicales, contribuyendo a la pérdida de biodiversidad y a la liberación de carbono almacenado en el suelo y la vegetación, un golpe al esfuerzo global de combatir el cambio climático.
Las imágenes de los embalses que surten de agua a Bogotá medio vacíos, de los enormes incendios forestales, de las inmensas playas de arena en el Amazonas al frente de Leticia o de los cauces de los ríos destruidos por la minería ilegal son apremiantes testimonios de las consecuencias de la aterradora capacidad de la humanidad de destruir a naturaleza y así destruirse a sí misma.
La otra cara de la moneda es igualmente grave. Para los campesinos y mineros, la elección entre conservar el medio ambiente y obtener ingresos básicos no es un dilema moral, sino una cuestión de supervivencia. Para los campesinos y mineros que viven en el páramo de Santurbán no hay otra fuente de ingresos que buscar oro o sembrar papa en esas áreas protegidas. El aumento de la siembra es impulsada en parte por la falta de alternativas económicas en zonas donde la presencia del Estado es limitada o inexistente. Para ellos es un elección entre cuidar el ecosistema o pasar hambre.
Sin embargo, la conservación de esos ecosistemas también es una cuestión de supervivencia para los millones de colombianos que dependen del agua de los páramos, como es el caso de las ciudades y poblaciones aguas abajo de Santurbán. En el mediano plazo también está en juego la supervivencia de toda la humanidad que depende de la biodiversidad para subsistir. ¿Cómo resolver el dilema?
No hay almuerzo gratis
El punto de partida es reconocer que la protección de biodiversidad no es gratis, que cuesta mucho dinero y que alguien tiene que ponerlo. Para resolver el dilema es fundamental que las políticas de conservación incluyan incentivos económicos efectivos, pues la protección de páramos y bosques exige alternativas económicas que garanticen ingresos sostenibles y que no pongan en riesgo la supervivencia de quienes dependen de estos ecosistemas.
¿Quién debe pagar por la protección de la biodiversidad? ¿El Estado, las poblaciones que se benefician de ellos, o la comunidad internacional ? Todos a una como en Fuenteovejuna.
En Colombia, se han planteado soluciones para generar ingresos sostenibles, como los pagos por servicios ambientales y los programas de desarrollo alternativo, pero han sido insuficientes, en parte por mala ejecución, pero sobre todo por falta de recursos. En 2024, el presupuesto asignado a la protección de la biodiversidad en Colombia representa menos del 0,5% del PIB, una inversión insuficiente si se considera la presión que soportan los ecosistemas, el costo que representa la restauración de ecosistemas degradados y la necesidad de alternativas reales para los campesinos y mineros. Con las actuales afugias presupuestales no hay como asignarle más recursos al medio ambiente.
En la COP 16 se están buscando compromisos de movilización de recursos internacionales para financiar la conservación de la biodiversidad como los pagos por servicios ecosistémicos, que según la FAO podrían generar hasta USD 2.000 millones anuales para América Latina, o el Fondo Verde para el Clima que aspira canalizar hasta USD 100.000 millones para apoyar proyectos de mitigación y adaptación. Colombia debe aprovechar esta oportunidad, pero para ello debe presentar proyectos bien estructurados, con resultados medibles en términos de conservación o restauración de ecosistemas.
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ADENDA 1: Cualquier solución que se busque para los derechos de campesinos y mineros debe partir del respeto a los derechos del resto de los colombianos, a los que no pueden someter a bloqueos que les impiden trabajar, o cortar el suministro de alimentos a las ciudades.
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ADENDA 2: Las víctimas de un cura abusador merecen justicia y reparación. Lo que no es aceptable es que, diez años después de muerto el pederasta, la busquen inculpando a una persona como el jesuita Francisco de Roux -que ha dedicado su vida a defender a todas las víctimas- por no haber denunciado a la Fiscalía al victimario, máxime cuando las víctimas y sus familias estaban obligadas a denunciarlo y no lo hicieron.