Federico Díaz Granados
17 Septiembre 2023

Federico Díaz Granados

Botero, el grande

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Cuando muere un artista, un creador de ámbitos y espacios palpables, de alguna forma muere algo de nosotros mismos porque han sido ellos quienes nos han interpretado y reinventado. El artista, como aquel “Pequeño Dios” del que hablaba el chileno Vicente Huidobro descubre nuevas maneras de plasmar lo ya dicho y revelado y nos lo entrega como si fuera la primera vez, en aquel lejano primer día. Por eso cuando se supo de la muerte de Fernando Botero inmediatamente los medios del mundo difundieron la noticia, las redes se llenaron de palabras de admiración y duelo y las imágenes de sus pinturas y esculturas se volvieron virales. Por un instante el mundo que vivimos, lleno de rabia y de odio, de insultos y superficialidades, se detuvo para honrar la memoria del maestro. Por un momento, líderes del país y de diferentes países hicieron tregua en sus diatribas para lamentar la partida de un creador, de un artista, de alguien de quien se hablará durante siglos porque fue un portavoz de una época, de una historia y de una cultura. Porque si alguien nos llenó de grandeza en un tiempo de mediocridades fue Fernando Botero tal como lo hiciera, a través de la literatura, Gabriel García Márquez.

He recordado muchas de mis conversaciones con el poeta Mario Rivero quien, a finales de los sesenta, como crítico de arte, primero del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República y luego en la revista Diners, fue uno de los primeros en escribir y descifrar el lenguaje y la verdadera impronta de Botero no solo en artículos y reseñas sino a través del primer libro individual que se escribió sobre el artista publicado en Plaza & Janés en 1973. Le pregunté a Rivero varias veces sobre cuál había sido la clave para que Botero fuera tan universal y siempre atinó, con su recio acento paisa a responder lo mismo: “Es que Botero es un berraco que supo sintetizar lo mejor del arte clásico con esta aldea. Es el más europeo de los pintores colombianos y es el más americano de todos los pintores del siglo XX”. Y agregaba, después de un sorbo de capuchino en el célebre Coffee Shop de la calle diecinueve con cuarta: “Además, mijito, supo darnos un rostro internacional: fusionó con talento e inteligencia el mundo paisa de su juventud, los cafetines, la calle, los toros y la música con la perfecta geometría y anatomía de los clásicos y renacentistas y le puso el colorido y la fiesta de las casitas y de las artesanías de Ráquira y sus bellos tejados. Y vos sabés que los paisas somos exagerados y exuberantes en lo que pensamos y ahí está esa monumentalidad y ese volumen de sus formas”. Así Rivero me entregaba unas claves para comprender ese mundo fantástico de Botero. Eso que me decía de manera coloquial también lo escribía como el buen ensayista que era: “Botero se dedica a hacer la única plástica que puede ser hecha por un hombre de este tiempo para los espectadores de este tiempo. Aceptando que lo deforme y lo cómico son momentos de lo bello, ha planteado la cuestión de cómo es posible representar con perfección artística los contenidos de la moderna vida burguesa, los cuales en su carácter básico y sin falsear no son bellos ni se orientan siquiera a la belleza. Lo que en definitiva él nos dice, es que sólo de lo grotesco se puede obtener ternura y que, si se descarta enteramente lo deforme, es asombroso lo anémica que se vuelve la pintura”. Y al final agregaba “Mijito, Botero logró que los gringos y los europeos se llevaran nuestras expresiones artísticas como folclor y nos las devolvieran como cultura”.

Y tal cual. Así lo burlesco, lo deforme y lo monumental; obispos, toreros, prostitutas y matones se convirtieran en personajes de una picaresca universal porque su poética parte precisamente de la ironía y el ingenio en oposición a los lugares comunes y así, esa amplificación rompe los esquemas y funda el mito a través de unos temas y unos colores que entre el pasado y el presente llena de inocencia lo cotidiano. Botero con su capacidad de redimensionar nos ofreció nuevas perspectivas de lo que vemos. Lejos de la estética convencional, las proporciones exageradas de sus obras nos invitan a reflexionar sobre nuestra relación con el cuerpo, la belleza y lo que consideramos bello y feo, trágico y cómico, grotesco y sublime, en una época en la que los cánones de belleza se han vuelto restrictivos, su obra celebra la diversidad y la abundancia.

Detrás de cada pintura o escultura hay una narrativa, una historia que contar. Ya sea que esté retratando una escena cotidiana, como una familia almorzando, o eventos históricos, como la historia violenta de Colombia, Botero siempre está comentando, cuestionando y reflexionando sobre la sociedad y la humanidad. Además de su contribución estética, Botero fue un defensor incansable de la cultura latinoamericana. A través de su obra, ha celebrado la identidad y la riqueza no solo de su tierra sino de todo un continente, al tiempo que ha abordado otros temas universales de los cuales, el conjunto de su obra puede leerse como una gran epopeya de un tiempo en decadencia.

La obra de Botero es, en muchos aspectos, una reflexión de Colombia con todas sus contradicciones, bellezas y conflictos. Las figuras rotundas de Botero hablan de opulencia, pero también de vulnerabilidad. Son una exaltación de la vida y al mismo tiempo un recordatorio de nuestra mortalidad. Sin embargo, la violencia lo obsesionó en gran parte de sus últimas obras y por eso se convirtió en el pintor que supo dar testimonio al mundo de nuestro conflicto desde la crónica y la denuncia. Cuando las futuras civilizaciones hagan su arqueología y quieran saber cómo fue el comienzo de ese siglo XXI, tan extraño y distópico, encontrarán seguramente en su serie sobre las torturas en Abu Ghraib la prueba fehaciente de las injusticias y el horror humano.  Comprenderán esos arqueólogos del futuro sobre las atrocidades de comienzos del milenio, así como nosotros tratamos de entender las crueldades de la guerra en el siglo XX con Guernica de Picasso o el espanto de la Primera Guerra Mundial con los expresionistas alemanes o Los fusilamientos del 2 de mayo de 1808 con Goya.

Botero, sin duda, también contribuyó a la democratización del arte al acercarlo a una audiencia global. Sus obras, a pesar de su singularidad, son accesibles y comprensibles para personas de todas las edades y niveles de conocimiento artístico. Esto ha fomentado la apreciación del arte en un público más amplio y ha desafiado la noción de que el arte debe ser exclusivo o elitista.

El mundo que vivimos le debe mucho en sus cánones de belleza y diversidad a la obra de Fernando Botero y miles de transeúntes en diferentes ciudades conviven con sus monumentales esculturas y las convirtieron hace rato en parte de su paisaje. Joaquín Sabina no concibe Madrid sin el “Otoño Velázquez, con su Torre Picasso, / Su santo y su torero, su Atleti, su Borbón, / Sus gordas de Botero, sus hoteles de paso, / Su taleguito de hash, sus abuelitos al sol”.

Ha muerto Fernando Botero y comienza su leyenda. Por un instante el mundo se detuvo y se recordó a sí mismo que era grande, monumental y colorido. Quedamos huérfanos pero orgullosos de haber vivido en el mismo tiempo de un genio, que fue cercano y generoso, y que nos reinventó e interpretó a todos.

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