
La mañana en que murió Camila Loboguerrero yo estaba frente a las montañas de Tena, en Cundinamarca. Pensé que esa hora de la mañana y ese verdor tenían qué ver con ella, sin que yo supiera muy bien por qué. Después me dediqué, durante varios días, a ver sus entrevistas, a repasar sus películas y cortometrajes, a saber que había crecido en Chía, cuando ese pequeño pueblo de la luna quedaba lejos de esta capital paramuna y provinciana para los años cuarenta, cuando ella nació, un 3 de septiembre de 1941.
En la sucesión de imágenes y de enlaces que remitían a su obra dispersa en internet vi a Frank Ramírez, a María Eugenia Dávila, a Diego Álvarez, a Judy Henríquez, a Consuelo Moure… Y pensé en ese tiempo cuando nuestra historia cinematográfica estaba conectada con el país del siglo xix y la primera mitad del xx. Pensé en cómo su cámara había recorrido los salones recién restaurados de la Quinta de Bolívar, la casona que seguramente vio tantas mañanas desde la distancia, cuando caminaba hacia la Universidad de los Andes, donde estudió Bellas Artes, una carrera, hasta entonces, para señoritas, o señoritos. Seguramente vi su lucha con la pintura, y su amistad con Luis Caballero, Aseneth Velásquez o María Teresa Guerrero. Pensé en las metonimias de nuestra propia historia, en los ríos subterráneos de quienes hemos creído en las pequeñas rebeliones, en ir en contra de los valores de clase, aunque cueste y no siempre sea fácil.
En los años sesenta, cuando ella comenzó la carrera, aún persistían los cortes de franela en algunos municipios de Colombia. También hubo una comisión de la verdad, dirigida por Germán Guzmán Campos, Eduardo Umaña Luna y Orlando Fals Borda, que este año cumple un siglo de haber nacido. Dentro de ella persistían los ecos vivos, a través de la prensa, de las conversaciones, del rumor de la multitud y de las imágenes guardadas en latas del crimen de octubre, de la United Fruit Company, de la Tropical Oil Company, de María Cano, Tomás Uribe Márquez, Ignacio Torres Giraldo, de la república liberal, de la Conferencia Panamericana, del Bogotazo, del basilisco y el fascismo que persistía entre nosotros con leopardos acezantes; del Frente Nacional, de Uriel Gutiérrez, de María Eugenia y del general Rojas, y de Benidorm, de los pájaros asesinos en los pueblos del Valle. Ese país que tras un siglo de guerras civiles, Constituciones y guerras de mil días había asistido al encuentro de ese país rural, el de “la tierra éramos nosotros”, con la urbanización de las ciudades; el de la tercera resignación con mitos y ecos impresos.
Vimos esas imágenes en mi generación en los años ochenta y noventa del siglo pasado pensando que le habían sucedido a otra gente; a gente de otro tiempo, a gente de otra dimensión. Quisimos pensar que los días de María Cano, que eran los mismos de José Eustasio Rivera, los de León de Greiff, de Jorge Eliécer Gaitán, de Hena Rodríguez o Carolina Cárdenas, se habían ido, y que nos había correspondido un país en trance de modernidad. No comprendimos con tanta facilidad que esa sombra larga que nombra Silva (esta noche solo, el alma llena de las infinitas amarguras y agonías de tu muerte, separado de ti misma, por la sombra, por el tiempo y la distancia, por el infinito negro, donde nuestra voz no alcanza) se iba proyectando sobre nuestro tiempo, aunque quisiéramos negarla. En cambio, Camila y su generación lo supieron siempre. Y se empeñaron en no olvidar.
Gracias a ella y tantas ellas y ellos nos resistimos a la idea de ser solo una sombra terrible de muerte y de codicia, de cortes de franelas y de venganzas, de odios pequeños entre nosotros mismos, sino un haz que viene de los proyectores de los teatros desaparecidos, una proyección virtuosa de una generación que fue la suya, la del cine, la que soñó con hacer películas siendo mujeres, y que junto a ella protagonizaron Gabriela Samper o Marta Rodríguez.
Una generación que decidió rebelarse y buscar cómo hacer de la vida arte, cómo vivir en el arte y no solo sobrevivir de las artes. La misma de Patricia Ariza y Santiago García, y de Enrique Buenaventura y Juan Antonio Roda recién llegado a Colombia; una generación que se empeñó en torcer las formas, en torcer los hierros como Feliza Bursztyn, y que se metió al país, a conocerlo, a investigarlo, como lo hicieron Roberto Pineda, Jaime Arocha, Nina S. de Friedemann, Virginia Gutiérrez de Pineda. Una generación que creó su propia genealogía de heroínas secretas con nombres como Soledad Acosta, Policarpa Salavarrieta, Débora Arango o Manuela Sáenz.
Irse y conocer el mundo, y entender que éramos parte de él. Camila vivió en París el Mayo del 68 y se metió a trabajar con los manifestantes en el diseño de afiches y pancartas, no dejó de fumar Gauloises, y entendió que no era imposible que hombres y mujeres tuvieran un trato horizontal: supo por Glauber Rocha o Tomás Gutiérrez Alea que nosotros, los colombianos, no habíamos comenzado a contar con el mismo énfasis nuestras historias.
En los años setenta regresó al país: como había conocido en París a Jorge Reyes, cineasta peruano, a ella también se le torció el destino y comenzó a hacer películas. Hizo montaje, edición, asistencia de dirección. Hizo cortometrajes y, en el 83, su primer largo de ficción: Con su música a otra parte. Por mucho tiempo cargó encima el libro María Cano, mujer rebelde, de Ignacio Torres Giraldo. Lo llevó a cuestas catorce años. Mientras tanto tuvo dos hijos, Lucas y Matías, los dos tan brillantes como ella, y su papá, el arquitecto Rafael Maldonado. En 1990 estrenó María Cano. Investigó, conversó con cientos. Con Felipe Aljure, asistente de dirección, convenció a los cien extras que iban a aparecer en la escena de la masacre de las bananeras de que no desistieran del trabajo, que se tiraran al barro, que todos, sus antepasados y ellos, y el mismo equipo del rodaje eran trabajadores. En 2008 estrenó Nochebuena. Sus hijos la acompañaron. La vieja casona en decadencia donde se pone en escena esta comedia de clase era un guiño a todo ese tiempo que era mucho más largo que su propia vida. “Escribir en imágenes es muy difícil —dijo—. Pero el mundo es para los que se echan al agua”.
Seguimos nadando, Camila.
