Jorge Espinosa
27 Octubre 2024 03:10 am

Jorge Espinosa

Cháchara

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La cháchara es una abundancia de palabras inútiles. El “chacharachero” suele ser, también, una persona muy conversadora. Se puede ser experto en cháchara y, al tiempo, no tener un interés particular en conversar. Los políticos (y nosotros los periodistas) suelen ser expertos en lo primero, en la proliferación incontenible de palabras inútiles. Hace unos meses el profesor de Stanford, Javier Mejía Cubillos, describió en una columna en El Colombiano una visita de Gustavo Petro a esa universidad. Contaba que el presidente, gentil y generoso, dedicó dos espacios, uno para hablar con estudiantes y profesores, y otro más amplio en el que pudo ingresar el público en general. Ese evento, titulado “A Conversation with Colombian President Gustavo Petro”, estaba planeado como una conversación, un diálogo del presidente con el director del Centro de Estudios Latinoamericanos, Alberto Díaz-Cayeros. 

No hubo conversación alguna. El presidente, escribe Mejía, “decidió no hacer parte de ninguna conversación. En vez de sentarse a hablar con Alberto en la mitad del escenario, se paró en el podio y dio un grandilocuente discurso teórico en el que describía las causas sociales y económicas del cambio climático”. El tiempo que debía durar el conversatorio, una hora y media, no fue suficiente para Petro. Y su discurso terminó convertido en una cháchara extensa y agotadora. Dice Mejía que ese tiempo “no bastó para que el presidente terminara su discurso. Para ese momento, la mitad del auditorio ya se había retirado y la otra mitad estaba clavada en sus teléfonos y computadores”. Recordé este texto, que es una radiografía descriptiva muy acertada del comportamiento público del presidente en estos dos años largos de gobierno, a propósito de su idea de comprarle la hoja de coca a los cultivadores de El Plateado, el corregimiento del municipio de Argelia, en el Cauca. 

La mayoría de los expertos en asuntos de sustitución de cultivos y políticas de droga han señalado que el anuncio es “improvisado y desafortunado”, como tituló su columna en La Silla Vacía la profesora de los Andes María Alejandra Vélez, directora del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas. Vélez menciona varios problemas con la propuesta, entre ellos los incentivos perversos, en 2014 los cocaleros aumentaron los cultivos esperando los beneficios del programa anunciado por Santos, y los riesgos de seguridad que implica el anuncio. “¿Se imagina el presidente qué le puede pasar a los campesinos que le vendan al Estado y no al actor definido por los grupos armados en estos territorios?”, se pregunta. Otros, como explica Armando Neira en su artículo en CAMBIO, señalan que no existe un marco jurídico claro, y se lamentan que un anuncio así (que no es el primero, Álvaro Uribe en 2005, en Villavicencio, sugirió algo parecido) no tenga un respaldo técnico. 

Sí. Como tampoco tuvo respaldo técnico alguno el tren elevado de Buenaventura a Barranquilla, que en julio pasado el Gobierno reconoció como inviable por sus costos de operación, o el ingreso de Ecopetrol en el mundo de la inteligencia artificial, dejando atrás el gas y el petróleo. Lo mismo se puede decir de la “decisión” de soterrar la Autopista Sur, desde el comienzo de Soacha hasta la salida a Bogotá. El alcalde de Soacha, a quien nadie le preguntó, ya dijo que es casi imposible entre otros motivos porque no existe, en esa zona, un catastro de redes. O del tren interoceánico, que puede costar 60 billones de pesos, según cifras preliminares del Ministerio de Transporte, otra idea fantástica y creativa que primero se anuncia para que, luego, los sorprendidos funcionarios corran a especular y a explicar cómo podría estructurarse, financiarse y, de pronto, construirse. 

Casi todo lo que el presidente anuncia en sus discursos, así como sus explicaciones -a veces metafísicas, a veces incomprensibles- sobre el estado de las cosas del mundo y el universo, no es otra cosa que una “cháchara”, una abundancia de palabras inútiles que, sin embargo, él y sus fieles seguidores toman como verdades novedosas, rigurosas e incontrovertibles. No existe político alguno que no se deje seducir, a ratos, por estos impulsos retóricos e incontinentes, pero lo del presidente Petro es permanente. Sus discursos, llenos de florituras y adornos para enaltecer su genialidad, se han ido convirtiendo en un murmullo, más intrascendente que molesto, y pasarán a la historia como anécdotas retóricas. El presidente Petro, que seguramente soñó alguna vez con convertirse en una especie de Pepe Mujica colombiano, ha desgastado tanto su recurso discursivo, que ha terminado por reducir su palabra al mero ruido. 

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