Tengo la fortuna de conocer los once municipios antioqueños que conforman la región de Urabá, he recorrido sus cascos urbanos y un número alto de sus corregimientos, me he movido por carreteras y caminos veredales, he nadado el mar dulce y he navegado por el Atrato, cuyo curso es, quizá, lo que primero me hizo sentir parte de esta región que es también Chocó Biogeográfico. “Los ríos no pueden dividirse con una línea en la mitad”, suelo decirle a los más pequeños cuando les leo Chocó: selva, lluvia, río y mar (Lazo Libros, 2023), para explicarles que Urabá y el departamento del Chocó son, por naturaleza, una misma cosa.
Compartimos geografías, historias y heridas. Por eso se me hace tan importante lo que pase en Turbo como en Bahía Solano; y no podía limitar mi trabajo de gestión cultural a los límites político administrativos, sino llegar hasta Apartadó, Carepa, Vigía del fuerte o Chigorodó. Es tan importante mi trabajo como gestora cultural en Quibdó que en Turbo.
Una muestra de lo inseparables que somos es la crisis migratoria, aunque la frontera terrestre de Colombia y Panamá queda toda en el departamento del Chocó, el impacto de la presencia de miles de migrantes es tan fuerte en Acandí como en Turbo y Necoclí.
En la dura historia de esta región que duele y paradójicamente es al mismo tiempo un polo de inagotable esperanza, ha sido fundamental el lugar de las narraciones, el modo como se han contado las historias, quien las ha contado, como se han nombrado los sucesos y quienes se han atrevido a nombrarlos, por eso ha sido tan importante en lugar de la prensa, del periodismo gráfico, de los medios locales, investigadores y periodistas de opinión.
Las palabras de quienes se han puesto del lado de las comunidades y las víctimas para jugársela por las verdades históricas y del conflicto, han sido el telar de contención de la poca confianza que queda en una tierra donde ya no se les cree a las instituciones, en la que miramos de reojo y nos tomamos tiempo para creerle a alguien.
Con las revelaciones de Vorágine en su profundo y sustentado reportaje Los informes de Jorge Restrepo y la empresa gerenciada por Yohir Akerman a favor de Chiquita Brands, y la posterior columna de Akerman aquí en CAMBIO, titulada Respuesta, que a su vez fue respondida por Vorágine, las víctimas de Urabá, quienes hacemos algún tipo de periodismo y me atrevería a decir que en el país entero, sufrimos otro duro golpe a la confianza, un golpe de esos que dejan sin aire, de los que difícilmente se vuelve.
Es fácil comprender que los delincuentes tienen derecho a la defensa, que las empresas condenadas por sus relaciones con grupos paramilitares, es decir, por financiar miles de asesinatos en nuestra región, también pueden tener sus abogados e intentar, con sus investigadores, cambiar los rumbos de las sentencias, salir bien librados o desmentir las verdades conocidas por todos. Cualquier profesional puede, además, prestar su servicio a estas empresas y ganarse la vida en ese oficio.
También es fácil comprender que el periodismo es un servicio público, independientemente del medio desde el cual se ejerza, es decir, que los derechos humanos y la verdad priman por encima de todo.
Así las cosas, hay un claro conflicto de intereses entre estos dos oficios y carece absolutamente de ética dedicarse simultáneamente a las dos cosas. Carencia que se profundiza al pretender que lectores, víctimas y colegas aceptemos esta práctica como válida y, tal como hicieron muchos, supeditemos la exigibilidad de la ética a la amistad y la lealtad de clases.
Al parecer este tema ya quedó atrás, ya hubo partidos de fútbol, casos de corrupción política y líos de faldas que tomaron el lugar del escándalo de turno. Esta columna vendría siendo, en términos de nuestro medio, solo un refrito; pero las víctimas de este país, la búsqueda de la verdad tras un conflicto que no ha dejado de azotarnos y la necesaria exigencia de la ética periodística en este y cualquier contexto, son un asunto que jamás dejará de estar vigente.