
Nos enseñaron a no ser 'bobos', como si esa fuera la única forma de sobrevivir. Pero quizá haya otra forma de mirar la vida en común. Esta es la primera parte de una trilogía sobre la viveza, la desconfianza y la posibilidad —aún viva— de confiar.
En casi todos los rincones de América Latina —si no en todos— hay una palabra para celebrarla: viveza, malicia indígena, esperteza, ser avivado, jeitinho brasileiro, sacarle ventaja al otro, tener colmillo. En Colombia, se repite con una mezcla de admiración y resignación: “el vivo vive del bobo”. Es una expresión heredada, arraigada desde hace generaciones en los cafés, en los pasillos del poder, en la celada del atajo.
Pero lo que muchos ven como ingenio criollo, otros lo reconocemos hoy como una trampa cultural: la exaltación de la astucia por encima del bien común, como si el éxito dependiera de burlar las reglas en lugar de transformarlas. Nos enseñaron a no ser 'bobos', pero no nos advirtieron del precio de esa lección: un mundo donde desconfiar del otro se volvió instinto, y donde ser justo parece cosa de ingenuos.
Lo grave no es solo que esa viveza se normalice, sino que muchas veces se aplaude. El que logra evadir impuestos es 'capo', el que consigue colarse en una fila es 'chingón', el que manipula para salirse con la suya 'la hace linda', y el que le reclama al seguro lo que no es, tiene malandrage. Todo parece un juego de no dejarse del otro, hasta que la picardía disfrazada de ingenio se vuelve regla. Pero el mensaje es claro: quien juega limpio, pierde. Así, confundimos astucia con virtud, trampa con inteligencia, ventaja con mérito.
Algunos piensan que esto es un problema ético, y la ética parece hoy un bien lejano. Pero el problema no es solo ético —es estructural—. Cuando la regla no es confiar, sino anticipar el engaño del otro, construimos relaciones frágiles, instituciones defensivas y liderazgos de fachada. En lugar de cooperar, competimos por no quedar de últimos; en vez de creer en la ley, buscamos cómo rodearla; en vez de liderar por el bien común, se lidera por el bien de pocos. La viveza como estrategia colectiva nos empobrece: no solo en lo económico sino en lo cívico, lo emocional y lo moral. Lo que empieza como una picardía termina desangrando la posibilidad de construir algo más grande que uno mismo.
Y cuando dejamos de creer, dejamos también de confiar. Confiar en el otro, en la palabra dada, en la institución que debería protegernos. La desconfianza se vuelve costumbre, y lo que debería ser la base de cualquier comunidad —la confianza— se convierte en excepción. Cada contrato necesita diez cláusulas más, cada transacción un testigo, cada acuerdo un seguro contra la traición, y cada conversación, un pantallazo por si acaso. Nos entrenaron tanto para no dejarnos joder, que ya no sabemos cómo confiar.
Durante la pandemia lo vimos con claridad: incluso frente a la evidencia, muchos prefirieron dudar, desconfiar, negar. No se creía en los médicos, ni en los datos, ni en el dolor del otro. Se rechazaba la vacuna como si fuera un invento del poder, se cuestionaba a la ciencia como si estuviéramos en el medioevo, y se esparcían rumores con más velocidad que el virus. Esa incredulidad tuvo un costo real: en vidas, en miedo, en aislamiento. Cuando todo es sospecha, hasta el fuego se somete a comité. Y mientras discutimos si quema, ya estamos ardiendo.
Y lo más grave: de tanto desconfiar del otro, terminamos desconfiando de nosotros mismos. Dudamos de lo que sentimos, de lo que creemos, de lo que vale. Como si protegernos fuera más importante que vivir. Como si cuidarnos implicara aislarnos del mundo, incluso de nuestra propia intuición. En el fondo, nos hemos vuelto expertos en defendernos, pero analfabetas emocionales para abrirnos. La confianza, en estos tiempos, parece un lujo. Pero en realidad, es la base de todo. Sin ella, no hay comunidad, no hay proyecto compartido, no hay nosotros.
Le hemos puesto nombres sofisticados a ese miedo: ansiedad, síndrome del impostor, hipervigilancia, agotamiento emocional. Pero muchas veces es más simple y más crudo: es miedo a que nos engañen. A que el otro se burle, se aproveche, nos haga daño. Entonces dudamos antes de confiar, callamos antes de mostrarnos, huimos antes de entregarnos. Y así, de tanto protegernos de los demás, terminamos alejándonos de nosotros mismos.
Confiar, en este contexto, no es ingenuidad. Es un acto de coraje silencioso. Es elegir no vivir a la defensiva, aunque todo alrededor insista en que es lo más seguro. Confiar es construir sin certezas, tender la mano sin saber si será tomada. Es asumir el riesgo de que nos fallen, pero también abrir la puerta a que no. Porque alguien tiene que dar el primer paso. Alguien tiene que creer. No por ingenuo, sino por humano. Porque si nadie lo hace, seguiremos habitando nuestras propias corazas, sin darnos cuenta de que lo único que nos salva es lo que podemos hacer juntos.
Tal vez no se trate solo de confiar en los demás, sino de guardar —íntimamente— la capacidad de asombrarnos. De no perder del todo esa pequeña fe en lo bello, lo bueno, lo posible.
Confiar no es garantía. Pero tal vez no sea necesario que lo sea.
