El suicidio de Catalina Gutiérrez, residente de medicina de la Universidad Javeriana, hizo que muchos denunciaran el maltrato que sufren, y la precariedad en la que se encuentran, los residentes médicos en Colombia. Varios médicos y residentes han denunciado, entre otras, lo largos e inhumanos que fueron (o son) sus horarios, las constantes humillaciones que se presentan durante esta práctica, las recurrentes burlas a los que son sometidos, los persistentes chistes machistas y los casos de acoso sexual a los que se enfrentan las mujeres durante la residencia.
Esa ola de denuncias, además de destapar una olla podrida, abrió distintos debates. El primero sobre la necesidad de repensar y reestructurar las residencias médicas. El segundo sobre la responsabilidad del entorno, y de ciertas personas como tal, en la decisión de una persona de suicidarse. El tercero sobre si se deben hacer públicas, en redes sociales y con nombre propio las denuncias de las personas que maltratado o acosado (lo que también se conoce como escrache en violencias basadas en género). El cuarto, y último, sobre la normalización del maltrato por parte de profesores a estudiantes.
En esta columna quiero reflexionar sobre este último. Es un tema absolutamente complejo. El maltrato, el acoso y el abuso de autoridad, no solo en el ámbito académico sino en el laboral, han sido prácticas constantes que afectan el bienestar de las personas y su salud física y mental. Además, tienen un impacto negativo en el autoestima y hacen miserables a quienes los padecen. Los casos de profesores que se ensanchan y se burlan de uno o varios estudiantes no solo tienen efectos en su bienestar sino que también obstaculizan sus procesos de aprendizaje. Es por esto, que es crucial que como docentes busquemos evitar que esas prácticas se reproduzcan, y que creemos espacios seguros en donde las opiniones conscientes, responsables e informadas de todos sean valoradas y respetadas. Las universidades también deben tomarse en serio el asunto, y rechazar y sancionar cualquier caso de maltrato o acoso por parte de un profesor a sus estudiantes. Es fundamental que los entornos educativos sean espacios seguros, donde los estudiantes puedan desarrollarse sin temor a abusos, discriminación o violencia. Las políticas de protección, como los protocolos contra el acoso de estudiantes, son pasos cruciales para asegurar que los estudiantes se sientan valorados y respetados.
En la otra cara de la moneda, sin embargo, están la desmedida victimización, la necesidad de constante reconocimiento y aprobación, y la excesiva fragilidad de algunos estudiantes de las nuevas generaciones. Estoy de acuerdo que el hecho de que antes hayamos tenido que soportar un trato más duro no significa que eso no pueda cambiar. Es posible crear nuevos espacios de aprendizaje en donde imperen la igualdad, la tolerancia y el respeto. Pero la enseñanza implica, indiscutiblemente, corregir, ser crítico y, en muchos casos, incomodar. Educar, adicionalmente, conlleva poner límites, rechazar conductas irrespetuosas, cuestionar ciertos pensamientos y comportamientos, y desarrollar en los estudiantes la capacidad de enfrentar críticas constructivas. Por tanto, no toda situación que incomode a un estudiante, o en la que se rechace o cuestione una idea, puede ni debe considerarse como acoso o maltrato.
Lo que está ocurriendo, al implementar políticas de cero tolerancia al maltrato y acoso (que comparto plenamente), sumado al matoneo en redes sociales, es que algunos estudiantes han empezado a malinterpretar situaciones legítimas de pedagogía o disciplina y a abusar de los mecanismos de denuncia. Este fenómeno puede manifestarse en quejas exageradas o mal fundamentadas que pueden afectar de manera grave la reputación y el nombre de los docentes. La consecuencia de esto, en algunos casos, es que los profesores ahora tienen miedo a ejercer su autoridad y corregir a los estudiantes, para evitar problemas, lo que hace que se pueda perder el respeto por el docente.
No quiero minimizar ninguno de los lados. El maltrato y acoso por parte de profesores, como lo señalé, es una realidad que debemos combatir. Existen casos en los que los docentes cruzan la línea e incurren en conductas inaceptables y abusivas que pueden afectar tremendamente a sus estudiantes. Pero no podemos llegar al otro extremo, en donde el profesor tiene miedo de corregir e incomodar a sus alumnos, pues esto también perjudica su proceso de formación. Es importante que como sociedad empecemos a hablar del tema y a determinar cuándo y cómo se pasa esa línea gris.