En una empresa, nombrar en cargos importantes a personas sin competencias ni experiencia es una receta segura para el fracaso. Ni una organización ni un país prosperan si quienes los lideran no están preparados. Otra lección empresarial que deja el actual Gobierno: lo público y lo privado necesitan más mérito y menos amiguismo.

En una reciente intervención televisada durante un consejo de ministros, el presidente Gustavo Petro anunció, sin mayor reserva, que le ha solicitado a su canciller, Laura Sarabia, eliminar todos los requisitos para ser embajador de Colombia. Lo dijo como quien pretende derribar una barrera sin medir las consecuencias estructurales de semejante decisión. Lo preocupante no es solo el anuncio —que va en contravía de cualquier estándar mínimo de meritocracia y profesionalismo—, sino la filosofía que lo inspira: gobernar desafiando las reglas y deslegitimando cualquier límite que no le favorezca.
Para justificar su decisión, el mandatario señaló el caso de Armando Benedetti, cuya designación como embajador ante la FAO fue anulada por no cumplir algunos requisitos para el cargo. En lugar de aceptar que los cargos públicos requieren competencias, formación y trayectoria, el presidente optó por la salida más cómoda: eliminar las reglas. Esta visión, profundamente personalista y ajena al mérito, debería ser una advertencia —y una valiosa lección— para los empresarios, directivos y también para los funcionarios públicos que deben tomar decisiones sobre contratación de personal.
El discurso del presidente ha sido una constante contradicción. En campaña prometió que privilegiaría la carrera diplomática y que designaría a los más preparados. En la práctica, ha convertido el servicio exterior en un sistema de favores, en donde se premia la lealtad personal, no el mérito. Algo que no se circunscribe solo a este Gobierno, otros también lo han hecho. Y como si fuera poco, desestima las críticas calificándolas de políticas, clasistas, racistas o de género, cuando en realidad el debate de fondo es sobre idoneidad profesional y meritocracia.
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“En campaña prometió que privilegiaría la carrera diplomática y que designaría a los más preparados”.
Quienes lideran empresas y cualquier tipo de organización —sin importar el tamaño o sector— saben que contratar no es un acto de buena voluntad, ni un favor, ni un premio. Es una responsabilidad crítica que, si se ejecuta mal, puede destruir años de trabajo. Nombrar a alguien solo porque es cercano, adulador o útil políticamente, sin que cuente con las competencias técnicas necesarias, es como sembrar una semilla podrida en el corazón mismo de la organización.
Las grandes empresas del mundo no renuncian a los requisitos para contratar; al contrario, los ajustan y mejoran. El proceso de selección se ha profesionalizado, y hoy se reconoce casi como una ciencia que requiere entrenamiento, visión estratégica y, sobre todo, compromiso con la sostenibilidad de la empresa. ¿Se imagina alguien al CEO de una multinacional declarando que va a eliminar todos los requisitos para contratar a quien le plazca? El resultado sería una quiebra inevitable, y muy rápida.
La incoherencia de este Gobierno —su desprecio por la técnica, el conocimiento y la experiencia— sirve de inspiración para hacer todo lo contrario. Lo peor que nos puede pasar es que esta lógica permee también al sector privado y a otras instituciones del Estado. Un país que renuncia al mérito está condenado al estancamiento. Y no se trata de excluir a nadie por su origen social o racial. Colombia está llena de ejemplos de personas humildes que, a punta de esfuerzo y educación, han llegado a ser presidentes, ministros o grandes empresarios. Buena parte del secreto para lograrlo está en la preparación, no en la cercanía política.
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“Un país que renuncia al mérito está condenado al estancamiento”.
Por eso, esta columna no es solo una crítica al presidente sino una invitación a aprender desde la antítesis. El Gobierno no va a cambiar. Pero las cabezas de organizaciones empresariales y no empresariales sí pueden elegir cómo contratar, cómo construir equipos sólidos y cómo blindarse frente al clientelismo y la improvisación. También los funcionarios públicos responsables de liderar entidades estatales tienen la obligación de marcar una diferencia positiva para el país: contratar a los mejores, independientemente de su apellido, filiación política o lugar de origen.
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“El legado de este Gobierno, paradójicamente, será pedagógico”.
El legado de este Gobierno, paradójicamente, será pedagógico. Nos dejará, como advertencia, una lista clara de errores que no deben repetirse. Y si de algo sirve la política, es para recordarnos que el poder sin rigor, sin preparación y sin límites, solo produce ruinas. En cambio, el liderazgo bien ejercido, con visión, coherencia y respeto por el conocimiento, sí transforma naciones, empresas y generaciones.
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Si usted quiere compartirme ideas, sugerencias o comentarios acerca de esta columna o de otro tema, por favor escríbame, me interesa conocerlas.
Mi e-mail es: [email protected]
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Quienes lideran empresas y cualquier tipo de organización —sin importar el tamaño o sector— saben que contratar no es un acto de buena voluntad, ni un favor, ni un premio. Es una responsabilidad crítica que, si se ejecuta mal, puede destruir años de trabajo. Nombrar a alguien solo porque es cercano, adulador o útil políticamente, sin que cuente con las competencias técnicas necesarias, es como sembrar una semilla podrida en el corazón mismo de la organización.
Las grandes empresas del mundo no renuncian a los requisitos para contratar; al contrario, los ajustan y mejoran. El proceso de selección se ha profesionalizado, y hoy se reconoce casi como una ciencia que requiere entrenamiento, visión estratégica y, sobre todo, compromiso con la sostenibilidad de la empresa. ¿Se imagina alguien al CEO de una multinacional declarando que va a eliminar todos los requisitos para contratar a quien le plazca? El resultado sería una quiebra inevitable, y muy rápida.
La incoherencia de este gobierno —su desprecio por la técnica, el conocimiento y la experiencia—sirve de inspiración para hacer todo lo contrario. Lo peor que nos puede pasar es que esta lógica permee también al sector privado y a otras instituciones del Estado. Un país que renuncia al mérito está condenado al estancamiento. Y no se trata de excluir a nadie por su origen social o racial. Colombia está llena de ejemplos de personas humildes que, a punta de esfuerzo y educación, han llegado a ser presidentes, ministros o grandes empresarios. Buena parte del secreto para lograrlo está en la preparación, no en la cercanía política.
Por eso esta columna no es solo una crítica al presidente, sino una invitación a aprender desde la antítesis. El Gobierno no va a cambiar. Pero las cabezas de organizaciones empresariales y no empresariales sí pueden elegir cómo contratar, cómo construir equipos sólidos y cómo blindarse frente al clientelismo y la improvisación. También los funcionarios públicos responsables de liderar entidades estatales tienen la obligación de marcar una diferencia positiva para el país: contratar a los mejores, independientemente de su apellido, filiación política o lugar de origen.
El legado de este gobierno, paradójicamente, será pedagógico. Nos dejará, como advertencia, una lista clara de errores que no deben repetirse. Y si de algo sirve la política, es para recordarnos que el poder sin rigor, sin preparación y sin límites, solo produce ruinas. En cambio, el liderazgo bien ejercido, con visión, coherencia y respeto por el conocimiento, sí transforma naciones, empresas y generaciones.
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