
La conocí en un aula de la Fundación Juanfe, en Cartagena. A sus 20 años, esta joven –menuda, de mirada tímida pero decidida– cargaba en brazos a su bebé y llevaba a cuestas un bagaje de experiencias difíciles. YP quedó embarazada a los 18 y tuvo que enfrentar la pérdida de oportunidades, la precariedad económica que se perpetuaría al menos por una generación y el desafío de reescribir su futuro con responsabilidades inesperadas. Su pareja, aunque presente, representaba más una carga que un apoyo. En la Juanfe encontró algo que transformó su vida: por primera vez, la posibilidad de creer en sí misma, de imaginar un futuro distinto al que parecía inevitable. Después de más de un año y medio de esfuerzo, recientemente terminó sus estudios en servicios hoteleros y, por primera vez, hay oportunidades distintas. Su sonrisa al contar que puede mantener a su hijo –y que él "no pasará por lo mismo que yo"– iluminaba la sala, reflejando una transformación poderosa.
Su historia no es única. América Latina tiene una de las tasas más altas de embarazo adolescente en el mundo: casi el 18 por ciento de los nacimientos corresponden a madres menores de 20 años, una cifra que duplica el promedio europeo y supera en más del 30 por ciento la media global. Esta realidad impacta especialmente en las adolescentes de comunidades vulnerables, donde las tasas de embarazo pueden ser hasta tres veces más altas que en sectores con mayor acceso a educación y salud. Pero lo más alarmante es que en muchos casos estas maternidades no son una elección. La falta de acceso a educación, la violencia sexual y la ausencia de oportunidades dejan a miles de niñas sin posibilidad de decidir su propio futuro. En la región, el 80 por ciento de las agresiones sexuales tienen como víctimas a niñas de entre 10 y 14 años, perpetuando un ciclo de desigualdad que comienza en la infancia y se extiende por generaciones. Más que una cuestión de salud es una crisis de derechos humanos que perpetúa la pobreza y la exclusión.
YP compartió conmigo un episodio traumático: un intento de abuso por parte de un familiar. Al preguntarle cómo reaccionó, su respuesta fue contundente: "Corrí". Insistí en saber más y ella reiteró: "Corrí". Su instinto la protegió de un peligro inminente, preservando su integridad física y emocional. Correr, huir, evitar, también es una opción. Sin embargo, a los hombres se nos enseña lo contrario: que enfrentarse es lo que define nuestra valentía. Pero, ¿cuántos hombres han perdido la vida intentando demostrar su hombría en enfrentamientos evitables? Según datos globales, los hombres tienen casi cuatro veces más probabilidades que las mujeres de fallecer en enfrentamientos violentos, muchos de ellos evitables si se cuestionaran los códigos de masculinidad que equiparan valentía con agresión.
La violencia tiene género. Casi el 90 por ciento de quienes cometen homicidios en el mundo son hombres. No porque nazcan violentos, sino porque durante generaciones se les ha enseñado que ser hombre es dominar, imponer y, si es preciso, agredir. La paternidad ausente, la falta de modelos masculinos positivos y la presión social por encajar en una masculinidad rígida contribuyen a este problema. La educación de los niños es clave: un niño que crece viendo a su padre respetar a su madre probablemente será incapaz de maltratar; en cambio, uno que aprende que "los hombres no lloran" puede recurrir a la fuerza para probar su hombría. Sin paternidad responsable, el cambio será siempre incompleto.
La desigualdad de género no solo se manifiesta en la violencia doméstica, sino que se extiende al ámbito laboral, donde las mismas estructuras que perpetúan la discriminación en el hogar también dificultan el crecimiento profesional de las mujeres. Las mujeres lidian con un 'peldaño roto' que dificulta su ascenso y con una brecha salarial persistente: ganan en promedio un 20 por ciento menos que los hombres. A menudo se las juzga con estereotipos: que si serán "menos comprometidas" por ser potenciales madres, o que son "demasiado emocionales" para liderar.
Pero los hombres tampoco salen ilesos de los sesgos. Un entorno laboral rígido espera de ellos disponibilidad absoluta y competitividad a toda costa, desalentándolos de ejercer plenamente su paternidad o de mostrar vulnerabilidad. No sorprende que en Estados Unidos solo el 5 por ciento de los nuevos padres se tome más de dos semanas de licencia, o que en ciertos espacios dominados por la masculinidad los mismos hombres sean blanco de burla si no encajan en el molde tradicional. Estas realidades nos recuerdan que los estereotipos dañinos son una trampa de dos caras: mientras a las mujeres se las subestima por su género y se les niegan oportunidades de liderazgo, los hombres enfrentan el estigma de expresar emociones o elegir roles tradicionalmente femeninos.
Si YP, nacida en la adversidad, logró cambiar su destino cuando corrió y se dio una oportunidad, ¿qué nos impide como sociedad hacer lo mismo? Su historia nos recuerda que la transformación es tanto individual como colectiva, y que el cambio comienza con educación y responsabilidad compartida. Construir una sociedad equitativa exige voluntad y acción, promoviendo una educación que no solo fomente el respeto y la corresponsabilidad, sino que también forme individuos capaces de cuestionar patrones dañinos y transformar su entorno con conciencia y compromiso. Comienza con actos concretos: cada niña y cada niño que acceden a la educación y desarrollan su potencial sin restricciones impuestas por el género; cada persona que entiende que la equidad y el respeto son pilares inquebrantables de una sociedad justa.
La paternidad comprometida es una de las claves de este cambio: hombres que asumen su rol con responsabilidad, que educan con respeto y que fomentan un entorno donde la violencia no sea una opción. La transformación de esta joven es prueba de que una segunda oportunidad se materializa cuando sembramos educación y equidad. Ese cambio requiere una masculinidad responsable, donde los hombres sean ejemplos de respeto, empatía y liderazgo positivo en todos los ámbitos de la sociedad. La historia de YP nos recuerda que el cambio es posible cuando sembramos educación y compromiso. Nos impulsa a forjar una sociedad donde la equidad y el respeto no sean meras aspiraciones, sino la base sobre la que se edifique un futuro más justo y libre para todos.
Un mundo donde la masculinidad se exprese con responsabilidad y empatía, donde evitar la violencia no se perciba como debilidad, sino como sabiduría, y donde el respeto y la equidad sean realidades cotidianas y no solo aspiraciones. Esa es la transformación inaplazable que debemos asumir como sociedad, para el presente y las generaciones que vendrán. Ese, sin duda, es el mundo que debemos construir juntos, con justicia, respeto y verdadera equidad.
