
En Colombia, decir la verdad ha costado vidas. Por eso, quienes se atreven a romper el silencio merecen algo más que aplausos: merecen garantías, justicia y protección. Lo mínimo. Pero en algunos despachos de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), incluso eso parece estar en duda.
El caso del exintegrante de inteligencia militar José Leonairo Dorado es alarmante. Su compromiso con la verdad ha sido ejemplar. Ha aportado información sobre fosas ante la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, ha comparecido en múltiples despachos, ha entregado información clave —como las coordenadas que permitieron a la JEP exhumar restos humanos en la Brigada XX (Charry Solano)—, y ha hecho lo impensable: mostrar su rostro públicamente y ante cámaras, estando dentro del país, como testigo e incluso autor directo del horror. Lo ha hecho sin máscaras, sin evasivas, con valor. Y, sin embargo, el magistrado Mauricio García, ante cuyo despacho reposa su caso, se ha negado hasta ahora a otorgarle los beneficios judiciales que establece el sistema para quienes cumplen con el principio de máxima contribución a la verdad. Esto, a pesar de que otras magistradas de la misma JEP, como Catalina Díaz y María del Pilar Valencia, han reconocido el valor de sus aportes. Esto, a pesar de que víctimas —entre quienes se cuenta quien escribe esta columna— hemos solicitado formalmente, con argumentos detallados, que se reconozca lo que por derecho le corresponde. Que al menos estudie la petición, y haga una valoración con posibilidad de recurso. Pero la respuesta del magistrado ha sido un silencio atronador. Y esto, a pesar de que este tipo de solicitudes deben tener prioridad. Ese silencio que no solo se convierte en institucional: en este caso, es profundamente injusto y políticamente peligroso.
Porque si quienes dicen más verdad no reciben justicia, ¿qué incentivo queda para quienes podrían hablar? ¿Cómo va a funcionar una justicia transicional si sus propias reglas se incumplen desde adentro?
Este no es solo un agravio contra un compareciente; es un agravio contra las víctimas. Es una señal equivocada para el país: que el sistema que prometió verdad, justicia y reparación castiga al que habla y protege al que calla. Así se sabotean y debilitan todas las entidades del Sistema Integral de Paz: no solo la JEP, también la Unidad de Personas Dadas por Desaparecidas —UBPD—, a la que acuden personas para aportar información y donde el mismo Dorado (re)inició la ruta de trabajo. Se deslegitima la promesa fundacional del sistema y se socava la confianza ciudadana en su propósito.
Vale la pena recordar que la misma sala a la que pertenece este magistrado otorgó libertad durante dos años al general Arias Cabrales, quien, en cambio, no aportó absolutamente nada de verdad. Se ufanó de sus medallas, se presentó a sí mismo como víctima, desconoció la cadena de mando y se burló de los reclamos de las víctimas.
Y si esta justicia especial no cumple —no por falta de pruebas, sino por la falta de coherencia y valentía de sus propios jueces—, ¿será necesario, como en Nuremberg en 1947, pensar en juicios a los jueces? Porque el argumento de “solo aplicaban la ley” de entonces ya no serviría hoy.
La ley actual está con la verdad, con la paz, y también impone deberes éticos. Y entre ellos está el de cumplir la palabra dada a quienes se atreven a decir la verdad.
Este asunto toma aún más relevancia si se tiene en cuenta que, desde que comenzó a operar hace más de siete años, la JEP ha escuchado a más de 14.500 personas. Muchas de ellas han hecho aportes valiosos. En particular, los exmiembros de las Farc-EP han entregado confesiones que, aunque tardías y dolorosas, duplican en número a las de los exmiembros de la Fuerza Pública.
¿Qué dice esto? Que quienes empuñaron las armas desde el Estado —con presupuesto público y en nombre de la seguridad nacional— se resisten, aún hoy, a rendir cuentas. Se esconden tras pactos de silencio que perpetúan la impunidad y la violencia.
El aparato estatal ha sido responsable de crímenes atroces: desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, torturas, desplazamientos, violaciones sexuales. Y, sin embargo, la sociedad sigue atrapada en una cultura militarista llena de tabúes, como si hablar del terrorismo de Estado fuera una traición, cuando en realidad es una urgencia democrática.
No se trata de debilitar las instituciones. Se trata de exigirles altura moral: al Ejecutivo y sus Fuerzas Armadas, al Congreso y a la justicia, incluida la JEP. Porque el Estado no puede exigir verdad si no la entrega. No puede exigir justicia si no se somete a ella. Y no puede hablar de paz mientras protege, con su silencio o su negligencia, a quienes la sabotean.
Por eso, la actitud del magistrado García no puede leerse como un simple error administrativo. Podría interpretarse como una grave falta, o incluso una traición al mandato de la JEP, a sus comparecientes más valientes y, sobre todo, a las víctimas. Si la verdad es la columna vertebral de esta justicia, negarle a quienes la entregan el reconocimiento que merecen es, en los hechos, dinamitar esa columna.
La paz no se construye con verdades a medias. Y mucho menos con jueces que olvidan rápidamente su responsabilidad. Es hora de que muchos en la JEP —y también en otros tribunales del país— revisen sus propios silencios. Y de que los jueces entiendan que su función no es mantener la impunidad, sino cumplir un mandato histórico con verdad, dignidad y coraje.
Hago pública la solicitud radicada ante el despacho del magistrado hace cuatro meses. Fue una decisión difícil e inusual para mí interponerla, pero soy consciente de la necesidad de cambiar el paradigma de la justicia y de la búsqueda de personas desaparecidas en Colombia. No se puede desconocer lo acordado en el proceso de paz. Es una promesa con el país y con el mundo.
