David Colmenares
30 Mayo 2025 03:05 am

David Colmenares

Cuando el vivo gana, perdemos todos

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“Hay una grieta entre la justicia y la ley, y por esa grieta se nos va el alma” 
Eduardo Galeano

Frisby no perdió un round. Pero por un momento, parecía que sí. El control de su nombre, su imagen, su historia. Mientras el país pedía combo con arepa, otros pedían derechos sobre la marca. Legalmente. Rápido. Limpio. Y ahí está el punto: no hubo fraude, no hubo robo, no hubo trampa. Hubo oportunidad. Hubo descuido. Hubo viveza.

Y esta historia no ocurrió en cualquier sitio: ocurrió en España, la madre patria. Esa misma que nos enseñó el idioma, la desolación de la conquista… y, al parecer, también la picardía. La viveza dejó de ser criolla: ahora es chapetona. Y con sello europeo, se volvió perfectamente legal. La malicia indígena ya no se usa. Volvió a su origen: refinada y con pasaporte comunitario esta vez.

Antanas Mockus lo explicó hace años con una claridad que sigue doliendo: no todo lo legal es moral, y no todo lo moral es justo. La ley castiga, la moral remuerde, la cultura avergüenza. Cuando esas tres se alinean, hay orden. Cuando se descuadran, hay viveza. El caso Frisby es un manual de ese descuadre: lo que hicieron en Europa fue legal, sí. Pero también fue una maniobra sin pudor, sin ética, sin un mínimo de justicia. ¿Qué más da si estaba permitido? Lo hicieron porque podían. Porque nadie se los impidió. Porque registrar una marca ajena en otro continente —sin historia, sin pollo, sin arepas— era legal. Y, en ciertos círculos, incluso digno de encomio.

No es la primera vez que alguien se adelanta a lo ajeno con una sonrisa. En Nueva Jersey, un colombiano lanzó Chocoávila: un émulo del Chocoramo que vendía nostalgia con envoltorio parecido, nombre parecido, sabor parecido. ¿Plagio? ¿Homenaje? ¿Una empresita avispada para alimentar a los que extrañan el original? Difícil decirlo.

Como difícil fue no reírse del Andrés Carne de Tres, esa versión picaresca que apareció en Ibagué burlándose —con cariño o descaro— del restaurante bogotano más célebre. A veces, la viveza nos hace sonreír. Hasta que nos toca a nosotros.

No todos eligen aprovecharse. Algunos, pudiendo, eligen lo correcto. En 2021, Nicolás Kuroña, un argentino cualquiera, descubrió que google.com.ar estaba libre: Google había olvidado renovar su dominio en Argentina. Lo compró por el equivalente a tres dólares. Por unos minutos fue dueño técnico del buscador más poderoso del mundo en su país. ¿Qué hizo? Nada. No extorsionó, no vendió, no especuló. Solo explicó lo que pasó y dejó que lo corrigieran. Hubo quien lo llamó tonto. Otros, con algo de esperanza, lo llamamos admirable. No por lo que hizo, sino por lo que no hizo. Porque ser vivo no es lo mismo que ser honesto. Y porque no todo lo que se puede hacer, se hace.

Y otros, con todas las opciones abiertas, eligieron la peor. Como Martin Shkreli, el empresario que compró la patente de un medicamento vital y subió su precio un cinco mil por ciento de la noche a la mañana. Legal, sí. Inmoral, también. Lo defendió diciendo que era su deber con los accionistas. Se volvió meme, villano, ejemplo. Pero más de uno —aunque no lo diga en voz alta— pensó: qué genio. Qué capo. Qué visionario. Qué vivo.

En Colombia lo llamamos el avispado; en Argentina, el piola; en México, el gandalla; en Chile, el patudo; en Perú, el conchudo; en Brasil, el malandro. Distintos nombres, misma jugada: el que se adelanta, se acomoda, se pasa de listo. Y a veces —con culpa, con risa, con resignación— lo aplaudimos.

Hay algo más profundo que la trampa en sí: la necesidad de admirarla. La viveza persiste porque activa un reflejo emocional: el del que se burla del sistema sin que lo atrapen. Y en regiones marcadas por la desconfianza, la burocracia o la impunidad, eso no solo se tolera, se celebra. El que encuentra un atajo es percibido como más inteligente que el que sigue el camino recto. No importa si el atajo pasa por encima de otro. Importa que “la hizo”. Que se salió con la suya. Como si saltarse la norma fuera una forma de éxito.

La ética empresarial tiene que entrar ahí, donde la ley no alcanza. No como sermón, sino como cultura. Porque el mercado —como la vida— también se llena de símbolos. Y cuando el símbolo que se premia es el del tramposo eficaz, se vacía el sentido del mérito. Lo urgente no es enseñar a cumplir la ley: es reconstruir la idea de que vale la pena hacer lo correcto. Aunque nadie aplauda. Aunque cueste más. Aunque no salga en la foto. Medallas en el alma, me enseñó alguien.

Y si todavía queda duda de cuánto nos fascina la viveza, basta con recordar una mano. La de Maradona, en México 86. Gol con trampa. Gol con gloria. Lo vimos todos. Lo celebramos todos. Un gol que, para muchos, fue justicia poética por Malvinas. Trampa y redención en una misma jugada. El árbitro no lo vio, nosotros no quisimos verlo. Lo llaman la mano de Dios. ¿Y por qué no? Si el cielo también premia a los pícaros. Porque en nuestra región la astucia no se esconde: se ovaciona. El que se sale con la suya, aunque sea con trampa, se convierte en mito.

Y ahí volvemos a Frisby. A esa marca que todos dimos por garantizada hasta que alguien más la quiso. La indignación fue inmediata. Las redes ardieron. Las marcas nacionales se alzaron. Nos volvimos todos Frisby. Orgullo, furia, memoria. Qué belleza esa reacción. Pero también, qué pregunta: ¿por qué solo defendemos lo nuestro cuando viene alguien de afuera a quitárnoslo?

Nos cuesta ver lo esencial. Cada hora desaparecen especies que ya no veremos, bosques que no volverán, ríos que ya no fluirán. Hemos destruido la vida a nuestro alrededor y también la nuestra: tumbamos selvas, matamos líderes sociales, nos matamos entre nosotros, y no ardemos. Toleramos incendiarios en el poder con la misma naturalidad con la que quemamos 140.000 hectáreas de bosque al año. Pero si un español nos roba una marca, ahí sí aparece la furia. Somos un país que reacciona más rápido al símbolo que a la herida. Nos ofenden los vivos de afuera, pero a los de adentro los elegimos, los justificamos, los dejamos hacer. Llevamos un leguleyo dentro y, a veces, también un cómplice. Porque mientras discutimos si el pollo es nuestro, se nos va el país por donde siempre: por no hacer nada a tiempo.

Frisby no es el problema. Es el espejo. La marca que nos recordó que lo que no se protege, se pierde. Que la reputación no basta si no se respalda con diligencia. Y que el prestigio —como la confianza— no es un derecho adquirido: es un activo que exige vigilancia constante. Porque en los negocios, como en la vida —y en el amor— uno también pierde por ausencia. Por creer que algo nos pertenece solo porque lo hicimos bien.

Lo que ocurrió en Europa no fue un robo con pasamontañas. Fue un movimiento con papeles en regla, trajes bien planchados y registro ante notaría. HBR lo dice claro: la legalidad es el piso ético mínimo. Confundir lo legal con lo legítimo es un error de principiante. Todos hemos creído alguna vez que el reconocimiento basta. Que si uno hace bien las cosas, el mundo responderá igual. Pero la historia —y el mercado— tienen sus propios códigos. El robo de ideas, de marcas, de identidad, ya no se hace a escondidas: se hace desde un teléfono, en una sala de espera, mientras llega el café. Con sonrisa incluida.

Frisby fue víctima, sí. Pero también advertencia. De que el mundo no premia la buena intención, sino la preparación. De que el juego no solo se gana con calidad, sino con estrategia. Y de que no basta con tener la razón: hay que saber defenderla. La próxima vez que nos indigne un acto legal pero injusto, ojalá no sea porque nos tocó de cerca. Ojalá no tengamos que perder algo nuestro para entender que lo justo se construye. Y que lo esencial —lo que importa de verdad— no se puede dejar sin cuidar. Como el amor, que tampoco sobrevive por inercia. Y como el país, que no se sostiene solo: hay que cuidarlo entre todos.

Porque tal vez va siendo hora de abrir los ojos. De dejar de asumir que lo legal basta, y empezar a mirar con lupa lo moral y lo justo. He aprendido que hay trampas que se visten de oportunidad, y admiraciones que nos alejan de nosotros mismos. No todo lo que brilla nos cuida. No todo lo que aplaudimos merece quedarse. Porque cuando nos crucemos con alguien que “vive del bobo”, tal vez valga la pena preguntarnos quién es el bobo de verdad.

Ese que consideraron bobo desde el otro lado del Atlántico nos ha alimentado a millones durante más de cuarenta años. Con pollo, arepas —esas que alguna vez esperé más que el pollo—, papas, memorias. El que ha construido reputación. El que ha hecho empresa con las manos limpias. Ese que, sin querer, nos hizo sentir más colombianos que en mucho tiempo. Y, en lo personal, me hacía muchísima falta. Todo eso. Con un pollo de mascota. 

Con Frisby —y con los que hacen país, aquí o en cualquier país, todos los días— no se juega. Ni se copia. Ni se negocia. Y si de verdad queremos honrar lo que vale la pena —lo que se gana con esfuerzo y ética, sin atajos, sin trampas—, ya aplaudimos suficiente astucia. Es hora de empezar a sostener otra cosa: a quienes viven con ética. Porque sin ética empresarial —y sin personas que eligen vivir con ética— ningún país se construye.
 

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