Mi regreso a la casa después de un mes y medio atendiendo actividades internacionales ha sido retador. Inmediatamente después de aterrizar tuve que ajustarme el sombrero de gestora cultural sin que se me corriera un poquito el de escritora. Llegué con la ilusión de un amoroso y pausado reencuentro con mi pareja, pero me recibió un hombre ocupado y agitado por cumplir la enorme lista de exigencias para acceder a la certificación anual como entidad sin ánimo de lucro que entrega la Dian, cuya fecha límite es el próximo 30 de junio. Al mismo tiempo, él tenía que enviar la documentación necesaria para cobrar los recursos que aún nos adeudan algunos aliados institucionales que se sumaron a nuestra Fiesta de la Lectura y la Escritura, Flecho; que se celebró el pasado marzo. Lo que se extiende como una cadena a nuestros acreedores, otra tarea tediosa con la que él tiene que lidiar. Ante estas circunstancias, tuve que ponerme rápidamente al frente de los convenios que están por empezar, que llevábamos meses esperando, pero solo hasta ahora se concretaron porque así son los ritmos del Estado y muchas otras instituciones.
Fundé la Corporación Educativa y Cultural Motete junto a mi pareja, Rogelio Ortiz Calderón, quien se ha encargado de la gerencia y los procesos administrativos por su formación como ingeniero industrial y experiencia en la materia, hemos conformado un buen equipo y los resultados de nuestra organización en términos de impacto y permanencia en el tiempo dan cuenta de ello. Generamos empleo, vivimos de lo que hacemos y trabajamos en función de una misión y unos principios éticos. Pero estos resultados no me impiden reconocer la enorme lista de dificultades que implica llegar hasta aquí, y los grandes tropiezos que tiene que sortear una organización de base que aspira a llamarse empresa u organización social o cultural.
De la famosa economía naranja de Duque dejamos de hablar hace rato, no solo por el cambio de gobierno sino porque reconocíamos desde antes las inconsistencias originales del modelo. Calcular y difundir el valor de las industrias culturales y creativas en la economía, no significa que toda iniciativa artística, educativa o social pueda convertirse fácilmente en una empresa –con o sin ánimo de lucro– sostenible y rentable.
Tengo conversaciones frecuentes con otros gestores: directores de festivales, editores independientes, líderes de organizaciones de teatro o danza, artesanos, productores de música, diseñadores, ilustradores, fotógrafos, entre otros. No somos pocos los miembros de este sector donde la dificultad para mantener los procesos y unas condiciones de vida dignas son una constante. Quizá se habla un poco menos de ello, pero los retos burocráticos no aportan al cruce del umbral de una iniciativa de subsistencia a una organización. Estamos llenos de convocatorias bienintencionadas que se convierten en una pesada carga administrativa para los gestores, cuyos recursos tardan en llegar y están lejos de fortalecer las iniciativas desde el fondo. Es claro que cada institución, sobre todo si es estatal, debe cumplir con unos procedimientos y condiciones legales para la entrega de recursos. Sabemos también que las entidades sin ánimo de lucro fueron un instrumento para la corrupción y es indispensable el cuidadoso seguimiento de entidades como la Dian; pero, a la par, deberíamos estar pensando en políticas que permitan la constitución de un ecosistema sólido, donde los gestores puedan identificar y seguir una ruta que los lleven a convertir sus iniciativas en organizaciones o empresas sólidas y con proyección.