David Colmenares
24 Abril 2025 03:04 am

David Colmenares

De tanto cuidarnos, nos cerramos

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Esta es la segunda parte de una trilogía sobre la viveza, la desconfianza y la posibilidad —aún viva— de confiar. En esta entrega, pasamos de lo personal a lo estructural: cuando incluso en espacios donde se promueve la confianza terminamos escudándonos en lo firmado. ¿Qué pasa cuando el control reemplaza al liderazgo y cuando la sospecha contamina no solo las decisiones, sino también los vínculos?

Lo he visto incluso en organizaciones que se dicen guiadas por la confianza. En todas las compañías de seguros en las que he trabajado —contrario a lo que muchos creen— se intenta actuar según el espíritu de lo acordado, honrando el principio del contrato de ubérrima bona fide, es decir, de la máxima buena fe. Se busca que la relación con el cliente no dependa únicamente de lo que está escrito, sino también de lo que se ha entendido y prometido. En una de ellas, cuando pedí que se respetara una condición que habíamos hablado al momento de mi contratación —y que había sido expresamente aceptada por quien ahora me la negaba—, la respuesta fue simple: “En el contrato quedó otra cosa”. Así, incluso en espacios donde se promueve la palabra como valor, terminamos escudándonos en lo escrito. Porque el sistema, al final, no cree en lo dicho: solo en lo firmado.

Y lo firmado, a veces, se cumple. O se interpreta. Como tantas otras cosas: según convenga.

Esta lógica también moldea el liderazgo. Nos acostumbramos a jefes que no guían: comandan y controlan. A procesos que no habilitan: vigilan. A liderazgos que confunden autoridad con desconfianza crónica. No se cree en la palabra, sino en la fantasía de que, si el jefe aprueba todo, todo estará bajo control. Porque claro, nada dice “liderazgo” como revisar facturas de almuerzo mientras se ignoran decisiones que sí importan.


Y mientras más crece la desconfianza, más se glorifica el control: líderes que diseccionan el Excel como si fueran informes forenses, comités que se reúnen para no decidir nada —pero eso sí, se reúnen, toman minutas y alimentan egos hambrientos.

Nos sobran comandantes de escritorio y nos faltan líderes de terreno.

El liderazgo no ocurre desde la silla: se camina, se escucha, se expone. Pero hoy, en muchas organizaciones, la competencia más dura no es contra el mercado.

Es contra la política interna.

El regreso a las oficinas lo dejó aún más claro: muchas decisiones no responden a la productividad, sino a la necesidad de vigilancia. En algunas organizaciones, la ecuación es esta:
autoridad = tiempo visible / confianza real

Cuanto menos se confía, más se exige estar. Durante la pandemia fuimos productivos, adaptables, comprometidos. Estudios de Stanford han mostrado que el trabajo remoto puede aumentar la productividad hasta en un 13 por ciento, y además genera beneficios concretos: ahorro de tiempo, menor exposición a riesgos de seguridad, menos gastos personales, más libertad para integrar lo que somos dentro y fuera del trabajo, y una reducción significativa de la huella ambiental.

Y sin embargo, volvimos a los escritorios para participar en una coreografía de pantallas: todos conectados a llamadas remotas desde el mismo edificio, en una pantomima que no mejora el trabajo: solo tranquiliza la ansiedad de quienes solamente confían en lo que ven. Lo llamamos cultura, pero a veces no es más que desconfianza con lugar y horario fijo.
La desconfianza es estructural. No se queda en las oficinas. También ha contaminado nuestra relación con lo público. Nos acercamos al Estado como si fuera enemigo o botín, no como proyecto compartido. No creemos en las instituciones, pero sí en los atajos. No confiamos en la justicia, pero sí en el contacto —o la palanca, el pituto, el enchufe, el guanxi, la wasta. En cada país le tienen un nombre, pero el fondo es el mismo: una red informal que sustituye a las reglas formales. Dudamos de la norma, pero obedecemos al poderoso. Así, la viveza se vuelve un mecanismo de supervivencia frente a un sistema que sentimos ajeno, ineficaz o tramposo. Y el ciclo se perpetúa: porque como no confiamos, no cuidamos. Como no cuidamos, todo se deteriora. Y como se deteriora, confirmamos que teníamos razón en desconfiar.

Y esa lógica también contamina lo más íntimo. Nos cuesta confiar incluso en quienes amamos. Dudamos, medimos, controlamos. Preferimos protegernos antes que entregarnos. Y en especial los hombres —nos enseñaron que mostrar sentimientos es perder, que llorar es debilidad, que pedir ayuda es rendirse. Así, convertimos la coraza en identidad y el silencio en refugio. Nos cuesta confiar porque, en el fondo, no sabemos qué hacer con lo que sentimos. Y si no podemos confiar ni siquiera en nuestro propio dolor, ¿cómo vamos a confiar en el otro?

Pero esa desconfianza que contamina lo común también nos va vaciando por dentro. Lo que empieza como defensa termina en encierro. Lo que parecía astucia se convierte en soledad.
Al final del día, todo esto nos deja en el mismo lugar: la incredulidad. No le creemos a nadie. Ni a la ley, ni al Estado, ni al otro. A veces, ni a nosotros mismos. 

Nos hemos acostumbrado a vivir como si todo fuera trampa, como si cualquier promesa escondiera un interés, como si confiar fuera una forma de perder. En sociedades donde tantos simulan tenerlo todo mientras muchos apenas sobreviven, la desconfianza no es solo defensa: es cultura. Aprendimos a resistir más que a construir, a protegernos más que a compartir, a anticipar el engaño más que a imaginar el bien.

Tal vez no nacimos así, pero nos volvimos así. Porque cuando todo se sospecha, incluso lo posible se vuelve absurdo.

La verdadera pregunta no es si se puede liderar desde ahí —porque muchos ya lo hacen—, sino si todavía es posible liderar de otra manera.

Liderar desde la confianza.
 

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