Álvaro García Jiménez
24 Junio 2025 01:06 am

Álvaro García Jiménez

¿Del Pacto de La Picota al Pacto de Itagüí?

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Aun viendo las imágenes y después de escuchar una y otra vez lo que dijeron esa tarde en La Alpujarra, es difícil de creer que algo así hubiera sucedido. La escena es esta: presos condenados por graves delitos, incluido el homicidio —no sospechosos, no acusados: condenados—, subiendo a una tarima pública con total tranquilidad y desparpajo, después de ser trasladados allí por sus custodios del INPEC para participar en un evento oficial. Pensar que en un solo lugar y momento estuvieran juntos ‘Vallejo’ (capo del norte del Aburrá), ‘Douglas’ (cabecilla histórico de la temible ‘Terraza’), ‘Tom’ ( uno de los jefes de ‘La Oficina’), ‘Pesebre’(jefe del Grupo Delincuencial Organizado Robledo), ‘El Tigre’ (cabeza de ‘La Unión’, en el oriente antioqueño) y otros criminales más, podría ser posible, por ejemplo, en una cumbre clandestina de capos responsables de homicidios, extorsión, secuestro, concierto para delinquir o desplazamiento forzado, como lo son ellos. Pero no, venían en bus de la cárcel de Itagüí, donde están todos juntos, como lo estuvo en su momento Pablo Escobar con sus amigos en La Catedral. 

El evento de La Alpujarra tampoco fue —y estuvo lejos de serlo— un espacio genuino de redención personal ante la comunidad a la que tanto han martirizado en el afán de engordar sus negocios de drogas, extorsión y sicariato. Nada de eso. Estaban allí, a plena luz del día, en una manifestación política encabezada por el propio presidente de la República, reclamando y lanzando consignas. ¿La consecuencia? Estupor en Antioquia y el país; sí, porque hay líneas que un Estado no puede cruzar sin traicionarse a sí mismo y a los que representa. Los que dicen que este Gobierno tiende a parecerse al de Venezuela o al de Cuba podrían estar muy equivocados: no recuerdo a Chávez o a Fidel Castro sacando de las cárceles a delincuentes condenados por delitos comunes para participar de sus actos públicos. 

Micrófono en mano, los jefes de las bandas hablaron como si representaran a alguien más que a sí mismos. Como si los crímenes por los que fueron condenados —o un proceso de diálogo que no ha dado su primer fruto— les hubieran otorgado algún tipo de autoridad moral. Criticaron al alcalde Federico Gutiérrez por ser, según ellos, un obstáculo en su “paz total” (ya sabemos cómo remueven los delincuentes sus “obstáculos”). Lanzaron señalamientos velados a un concejal que no nombraron, pero que tiene nombre propio, Andrés Tobón, un hombre que se ha enfrentado con valentía a esas estructuras. Todos en Antioquia y Medellín lo saben. Pusieron en la mira de su discurso a estas dos personas que, desde la Alcaldía, la Secretaría de Seguridad y el Concejo de la ciudad, han luchado contra estos grupos, liderando operaciones que en varios casos terminaron con sus capturas y condenas.

Eso fue lo que vi. Y lo que no vi fue aún más inquietante: no hubo una palabra de rechazo de quienes se han llenado la boca hablando de justicia restaurativa sobre este insólito evento. Nadie —o casi nadie de los que defienden este camino hacia la paz— se preguntó: ¿qué hace un condenado por homicidio en una tarima echando discursos y señalando a gobernantes que no le gustan? Los que criticaron en su momento la intervención de Mancuso en el Congreso en 2004 —por darle voz a un delincuente en escenarios políticos—, hoy guardan silencio frente al mitin de los mafiosos de Antioquia en plaza pública. 

Mucha prudencia del presidente en la tarima de La Alpujarra al referirse a sus invitados, contrario a la aspereza que mostró, por ejemplo, contra las periodistas colombianas, a las que llamó alguna vez “muñecas de la mafia”; o al presidente del Congreso, a quien señaló de “HP”, o al registrador a quien acusó de ser un sedicioso, o simplemente a los manifestantes que un día marcharon pacíficamente y a quienes tildó de “victimarios” y “asesinos”. 

En tiempos del “gobierno del cambio”, Colombia está escribiendo una historia nueva con tinta vieja: los que mataron son escuchados, los que murieron, olvidados.

Habrá quienes defiendan lo sucedido diciendo que esto es parte de un proceso con una mirada diferente a las del pasado, que hay que escuchar a todos sin excepción, que el país necesita reconciliación. Esa es una idea poderosa, pero eso solo funciona (y la historia reciente nos lo ha recordado con crudeza) si hay condiciones claras de verdad, justicia, reparación y no repetición, operando con método y oportunidad. Lo demás es escenografía de plaza pública, engañosa y peligrosa. Haber convocado a los delincuentes —recluidos todos en la cárcel de Itagüí— para hablar en La Alpujarra, el corazón del poder ejecutivo y judicial en Antioquia, no fue una coincidencia. Ellos aprovecharon para mandar un mensaje claro a las instituciones de la región y lo más delicado: a la gente que habita en donde ellos deciden quién vive y quién no. 

Imposible, en este contexto de relaciones entre el Gobierno y estructuras criminales, no recordar las visitas de Danilo Rueda y Juan Fernando Petro a las cárceles y el famoso Pacto de la Picota, acuerdo que el mismo hermano del presidente reconoció públicamente, relatando que gracias a ese acercamiento se logró que el Urabá antioqueño, el Magdalena Medio y Norte de Santander aportaran más de un millón de votos que finalmente le dieron la victoria a Petro. Juan Fernando Petro reconoció que los votos definitivos llegaron gracias a esas conversaciones con los presos en las que se habló de perdón social, no extradición y no cárcel. ¿Será posible que a un año de las elecciones se esté reactivando la estrategia? 

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