
“Con ese mismo cinismo depravaron al país y la culpa es de otros”, me escribió hace unos meses un corresponsal en X, tras haber cometido la ligereza de citar una paráfrasis de Kant, tomada del crítico cultural John Kraniauskas, como suya. “La ideología sin cultura está (históricamente) vacía, la cultura sin ideología está (políticamente) ciega”, dice el crítico inglés. Kant escribió: “Pensamientos sin contenidos son vacíos, intuiciones sin conceptos son vacías”.
Cuando leí la palabra depravación como argumento para discutir mi cita, y cuando me encuentro una y otra vez con el acento puesto en lo indeseable que resulta para muchos que quienes no hemos estado predestinados para ocupar el poder hayamos estado allí ––o sigan estándolo––, arguyendo una y otra vez una idea cultural que nos recorre desde hace quinientos años, replicada por la oligarquía colombiana a partir de la instauración de la República, según la cual la depravación y la corrupción —espiritual y real— son patrimonio de las clases medias y populares, me pregunto si no hemos examinado con cuidado la verdadera depravación que nos ha gobernado con altivez y arrogancia durante dos siglos.
En Colombia, los jóvenes y los movimientos de izquierda se convirtieron en el repositorio de las represiones de una clase conservadora que ha sido obsecuente con la entrega de la soberanía nacional —del regalo Quimbaya, pasando por Panamá y hasta Chiquita Brands—; que ha medrado en los dineros y negocios del narcotráfico, y legitimado sus privilegios en ideas de cortesía o cortesanas, para apuntar una y otra vez a lo mismo: aquello que está por fuera de las normas establecidas por el sistema de prebendas y negocios, de costumbres e hipocresías, de pactos de clase excluyentes, racistas y aporofóbicos, y ose ocupar sus espacios, retar su poder, imitar sus costumbres sin pedirles permiso o a señalar sus fracturas, será puesto en la picota pública.
A la generación de mis padres, que hicieron parte de movimientos estudiantiles, que se emanciparon mediante la lectura, la política, el feminismo y el arte, que vistieron ruanas y recuperaron gestos de complicidad y horizontalidad con las culturas milenarias los llamaron “marihuaneros”. La manera para referirse a la anomalía, a quien estaba por fuera del sistema conservador de costumbres, era considerarlo un adicto indeseable o alguien que padecía enfermedades mentales. Aquellos que no consideran que la tradición, la familia y la propiedad son valores sacrosantos eran parias, desadaptados o hippies. Aquellos que pensaran en un mundo donde primara la justicia social y no la riqueza material, el consumo desmedido, la acumulación en desmedro de millones de pobres, eran mamertos, comunistas, románticos e idealistas. Ese mundo de pactos de religión y de clase es el que ha gobernado a Colombia por dos siglos: es el mismo que aparece en tres acontecimientos de esta semana que pasó: la carta del excanciller Leyva, el pronunciamiento de un profesor de la Universidad Nacional frente a la llegada de algunos indígenas al campus y el reclamo airado de una abogada de la Cámara de Comercio de Bogotá.
Pienso en la idea del vicio, de la degeneración, de la corrupción. Leo en el diccionario de americanismos: “Indiamenta: f. Co. Conjunto de personas de baja condición social y cultural”. Pienso entonces en los tres casos. En el paternalismo y clasismo de una carta que usa un presunto lenguaje formal, con un léxico que quiere ser arcaico y colonial, como si se dirigiera a una majestad que en el fondo no reconoce en el destinatario, pero que en realidad es una gramática impostada: la cita a un filósofo ignoto, las formas cortesanas, de nuevo, de quien cree que la “mujer del César debe ser y parecer”, porque el refrán no habla del emperador, sino de su mujer.
Luego pienso en el profesor Diego Torres que publicó un tuit con videos nocturnos “denunciando” la presencia de la minga indígena en las instalaciones de la Universidad “en actividades sospechosas”. Pienso de verdad en él, subiéndose a su carro un domingo por la noche, revisando el celular para grabar “la asonada”, construyendo en su mente paranoica el relato del depravado y salvaje que amenaza el orden. En sus videos, esos sí delirantes, se ve a un hombre desesperado, alguien que necesita ser rescatado por un mundo que ve desaparecer ante sus ojos: es un conquistador que ha perdido los privilegios, que está frente a un grupo de habitantes de un territorio que no le pertenece, que es de todos, así le cueste.
Y luego veo a María Jimena González, la mujer socia del club El Nogal, una abogada de la Universidad de los Andes, donde yo mismo estudié, que es árbitro en un tribunal de conciliación (!) de la Cámara de Comercio. Es rubia, o eso parece. A su lado, un hombre solo dice “mucho cuidado, mucho cuidado”. Presuntamente se dirige al exalcalde de Medellín, Daniel Quintero, o a su escolta. La mujer se dirige a su interlocutor. Y pronuncia la frase. Es la misma frase en los tres casos. Y en miles que se pronuncian en voz alta y baja entre el club de los elegidos o los que quieren parecerse a los elegidos:
–¿Qué hace esta indiamenta aquí?
Esa es la gran pregunta de estos casi tres años que han pasado. Quizás ahí está la verdadera clave de todo. Vale la pena recordar un pasaje del libro Raíces aldeanas de la corrupción, de Alberto Restrepo González (Otraparte Ediciones): “Colonialismo exactor, notablato criollo abusivo y explotador, democracia parlanchina, inoperante, abdicadora de toda función distinta de la defensa de los privilegios. ¿Cómo hablar de libertad, donde, por sistema, no ha podido darse el fenómeno primario de humanidad? Imposible la libertad social donde no hay convocatoria a la creatividad y a la organización social; donde la mentira social se constituye en valor; donde el menosprecio se constituye en mérito y la casta en honor”.
