Jaime Honorio González
15 Junio 2025 12:06 am

Jaime Honorio González

Día del padre

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Esta semana murió mi tío Delfín en un hospital de Boyacá. Tenía 99 años y era el hermano mayor de mi padre, que se le adelantó en ese viaje eterno más de dos décadas. 24 años, para ser exactos. Extraño a mi papá.

Mi tío, hijo de dos bellos campesinos, Vidal y Conchita, nació en una finca y vivió toda su vida en el campo, donde crio a sus siete hijos. Ya no soportaba los achaques de la vejez y finalmente se fue de este mundo. Todos pensaron que fue lo mejor. Un hombre maravilloso.

Hoy será un día amargo para mis primos. Su primer día del padre sin el padre. Es tan difícil. Lo digo yo que, por obvias razones, no celebro esta fecha por iniciativa propia. En cambio, me revuelvo en mi desconsuelo, me refugio en mis recuerdos, lloro a escondidas y escupo un par de silenciosos improperios. Aunque, desde hace unos años, casi siempre que estoy en la mitad de mi autoflagelación, de repente escucho a lo lejos una sonora carcajada que me saca de la tristeza y me devuelve a mi realidad: sí, es verdad, mi papá no está, pero ahora yo soy papá.

En todo caso, si yo tuviera vivo a mi papá, lo llamaría y lo buscaría (no solamente el día del padre, todos los días), y lo encontraría, lo abrazaría hasta volverme incómodo, le daría besos (siempre lo besé en la boca al saludarlo y al despedirme), me reiría de sus chistes malos, porque aunque tenía un tremendo sentido del humor contaba los chistes más malos que he escuchado, le preguntaría de cuando era seminarista, le pediría que me contara lo que vio y oyó cuando El Bogotazo (sé dónde estaba: parapetado en una ventana esquinera de la cuarta con sexta, en el Colegio Salesiano de León XIII), sobre cómo se salvó por un pelo de la toma del Palacio de Justicia, sobre sus lágrimas enterrando a mi abuelo, sobre la derrota de Millonarios a manos del Unión Magdalena que lo alejó para siempre de su querido azul, sobre por qué un hijo de campesinos tenía las manos más bellas del mundo, y por qué sus uñas estaban siempre impecables, sobre la lluviosa tarde en que abordó a mi madre por vez primera ofreciéndole su paraguas y ella se enamoró de esas manos. Y así, no lo dejaría descansar.

Y entonces, luego le hablaría yo. Le diría cosas bonitas, le declararía mi renovado amor, le susurraría papito lindo, me burlaría de su nombre (que es el mismo mío), lo obligaría a que —frente a mis hermanos— me declarara su hijo favorito (yo sé que hubiera perdido, era una de mis hermanas), lo amargaría diciéndole que fuéramos a la peluquería y al final de la tarde me arruncharía con él a ver una película, tapados de pies a cabeza por una cobija de esas de ver televisión. Porque teníamos una especial para ese menester.

Mi papito olía a pino silvestre, el de la botella que tiene un forro de cuero. De cuando en vez me encuentro con esa fragancia por ahí y de inmediato experimento un erizante dejavú que me altera el momento y me pone nostálgico en el acto. Cierro los ojos: lo veo caminando como si lo estuvieran persiguiendo por las concurridas calles del centro (y yo detrás), bajando por la once rumbo al Hernando Martínez, el ahora vetusto edificio de juzgados en la carrera décima, adonde iba dos veces por semana, de forma puntual, vestido de forma impecable con saco y corbata, a veces con chaleco, con los zapatos perfectamente embolados todas las mañanas por él mismo en el solterón de su habitación, donde estaban el betún y los cepillos, y que tenía una pequeña bandeja redonda para las mancornas, divinamente afeitado con cuchilla después de haber preparado la crema Old Spice de Shulton con una brocha de pelos de marta y cabo de carey, y con su extraña melena dominada a punta de clear way con la que se elaboraba un terrible copete que usaba para disimular su inocultable calvicie. Era un viejo vanidoso, bellamente vanidoso. Ay, cómo extraño verle su ritual.

Pero no está para decirle todo lo que quiero decirle y hacerle todo lo que imagino hacerle. Sus restos yacen en una helada tumba olvidada a la que nunca voy (mea culpa). Uno cree que, con el tiempo, los dolores van desapareciendo. No es así. El tiempo nos vive engañando, haciéndonos creer cosas que no son.

Lo mejor del día del padre se ha vuelto irme detrás de esa sonora carcajada que me rescata de mi abismo, llegar a su origen y fundirme con ella (y con su autor), alargarla hasta el infinito con interminables cosquillas, sostener una guerra de besos con ese muchachito, atacarlo con pellizquitos disfrazados de hormigas que mágicamente aparecen y poco a poco terminar convertido en ese papá que tanto extraño al comienzo del día.

Cada día que pasa soy más él. Lo sé porque, por ejemplo, mis chistes cada vez están peores.

A todos los papás, sólo a los buenos papás (como tú, viejo querido), feliz día.

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