David Colmenares
19 Junio 2025 06:06 am

David Colmenares

Donde nadie nos ve

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No hay un yo que trabaja y otro que sufre.

No existe quien deje el duelo en el ascensor ni quien apague la ansiedad al encender el computador.

La que sonríe mientras presenta un informe puede estar esperando un resultado médico devastador.

El que llega tarde porque pasó la noche cuidando a su hijo enfermo también es quien entra a esa reunión.

La que contesta todo el día con paciencia tal vez no ha dormido en semanas.

Todo está ahí, al mismo tiempo.

Pretender que el trabajo ocurre en una burbuja estéril —aislada del resto de la vida— no es solo ingenuo. Es inhumano.

Hace unos días, al bajar de un vuelo de Aeroméxico, le agradecí a la tripulante de cabina. Ella me miró, sonrió y dijo: “A usted, gracias por volar con nosotros”.

Una frase de manual, de esas que, de tanto repetirse, ya casi no se escuchan… pero esa vez me quedó sonando. Porque detrás del gesto amable había algo más verdadero: la conciencia de que el cliente tiene opciones, y que quedarse no es solo una elección racional —es un acto de confianza.

Pensé en cuántas veces he agradecido a nuestros asegurados con una frase parecida: “Gracias por confiar en nosotros”.

Y no es cortesía vacía.

En la decisión de subirse a un avión, o de confiar su salud y su patrimonio a una aseguradora, puede haber precio, conveniencia o marca. Pero en el fondo, lo que se pone en juego es algo más elemental: confianza.

La confianza no se compra. Se gana. Se cuida.

Y cuidar esa confianza no empieza con el cliente. Empieza con las personas que la hacen posible, cada día, sin que se note.

Lo humano —cuando es real— no necesita protocolo. Pero también es lo primero que dejamos de ver cuando lo convertimos en estructura. Lo volvemos rol, número, recurso. Y dejamos de cuidarlo como si dejara de doler.

Ahí es donde muchas empresas fallan: en no entender que cuidar también es parte de una cultura.

Por eso, cuando me ha tocado elegir, he elegido.

En más de una ocasión —y no sin consecuencias— he cancelado pólizas o terminado relaciones con intermediarios que maltrataron a nuestros empleados. No se trata de castigar, sino de dejar claro que la dignidad no es negociable. Que no todo vale.

Porque si se tolera que se humille a alguien por hacer su trabajo, entonces lo que decimos que somos no tiene ningún valor.

Lo he pensado muchas veces, incluso en los gestos más simples.

Hace unos años, organizábamos en la oficina choripanes más o menos una vez al mes. Nada épico: pan, chorizo, chimichurri… y muchas ganas de que saliera bien.

Con el comité ejecutivo nos turnamos para servirlos. Era un espacio para compartir, para reírnos un rato, para comer algo rico.

Pero también era un mensaje.

Uno claro, directo, sin necesidad de discursos: no se cuida desde el cargo, se cuida desde el gesto.

Desde estar, servir, acompañar.

Porque una cultura no se construye con ideas. Se construye con actos visibles, repetidos, humanos.

Recuerdo otra escena, mucho más difícil.

Era plena pandemia, aún no llegaban las vacunas, y el miedo flotaba en el aire como una nube baja.

En una reunión, alguien del equipo preguntó con toda la buena intención:

—¿Vamos a conseguir vacunas para nuestros asegurados?

Teníamos pólizas de salud, y se hablaba de la posibilidad de que el sector privado pudiera acceder a ellas. Buscábamos servir en ese contexto tan incierto.

Pero no lo dudé:

—Primero nosotros. Primero las familias.

No por egoísmo. Por convicción.

Porque no se puede cuidar bien a nadie si quienes cuidan están desprotegidos.

Porque nadie puede servir desde el miedo, la angustia o el agotamiento.

Y porque el cuidado real —el que vale— no se predica: se demuestra. Con decisiones que no se olvidan.

Nunca me ha gustado ese mantra de que “el cliente siempre tiene la razón”. Porque a veces no la tiene.

Lo que sí sé es que un cliente puede no saber exactamente qué quiere, pero siempre sabe —y siente— si fue bien tratado, si fue escuchado.

Y eso no depende de guiones, ni de métricas de servicio, sino de algo mucho más simple y difícil a la vez: cómo se siente la persona que lo atiende.

Hay estudios que muestran que cuando un empleado se siente cuidado, el cliente lo percibe. No necesita saber por qué: lo siente.

Una cultura que de verdad sirve hacia afuera, empieza por sostener a quienes la encarnan por dentro.

Las personas no viven partidas en compartimentos: lo que pasa en casa, en el cuerpo, en la cabeza, camina con ellas hasta la oficina.

No hay salud mental del trabajo y salud mental del resto: hay una sola salud mental, porque hay una sola vida.

He aprendido que lo que realmente define una organización no son los días buenos, los normales, sino los días difíciles.

Cuando alguien atraviesa una pérdida.

O se rompe por dentro.

O sufre un desamor que no contó a nadie.

O simplemente ya no puede más.

Y encuentra en el trabajo un lugar donde no tiene que fingir.

Ahí es donde una organización deja de ser solo estructura, y se convierte en ese lugar que te sostiene cuando afuera todo tiembla.

Y eso, aunque no aparezca en ningún KPI, lo cambia todo.

A mí no me quedan dudas. Ese día en pandemia, frente a la pregunta de las vacunas, supe cuál era la respuesta.

Y la sigo sabiendo hoy.

Porque lo que uno elige cuidar primero dice mucho de lo que uno es.

En cómo se siente el equipo.

En si duerme tranquilo.

En si quiere mostrarle al mundo lo que es, y puede hacerlo.

En si siente que puede fallar sin ser deshecho.

En si tiene un problema y no tiene miedo de contarlo.

En si sabe que nadie va a usarlo en su contra.

En si siente que, más allá del cargo, hay alguien que lo escucha, lo aprecia, lo ve.

En si sabe que, cuando las cosas se pongan difíciles, no va a estar solo.

Por eso, cuando vuelva a llegar el dilema, la respuesta va a ser la misma:

Primero los que hacen posible que cuidemos. Aunque nadie los vea.

Es por ahí.

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