
Además de la tragedia personal y familiar que provocó el atentado contra la vida del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, el ataque contra el también senador del Centro Democrático nos llevó a constatar tres dramas colombianos vigentes a estas alturas de la historia.
En primer lugar, nos dimos cuenta de que, a pesar de las 450.664 muertes y las 121.768 desapariciones forzadas ocurridas en el país en 31 años -entre 1985 y 2016, según el informe final de la Comisión de la Verdad-, y a pesar de la Constituyente de 1991 y de la decisión de las Farc de cambiar las armas por la política, Colombia sigue atascada en los odios y en las venganzas.
Con el atentado contra Uribe Turbay confirmamos que la violencia que esos pactos políticos pretendieron erradicar, no se había ido. El pasado sábado, cuando un sicario menor de edad disparó a la cabeza del senador, constatamos que esa violencia seguía latente. Solo salió a la superficie y hoy mantiene en vilo la vida del dirigente opositor.
En segundo lugar, comprobamos que, a pesar de esta dolorosa evidencia, que tendría que cuestionarnos y horrorizarnos después de tantos intentos por reconciliar a Colombia, la disposición a ponerle fin a los odios es mínima. Las reacciones de algunos ciudadanos y políticos al atentado fue tan virulenta como la animadversión que puede estar detrás del ataque al precandidato presidencial.
En las redes sociales, varios ciudadanos y políticos incurrieron en descalificaciones y señalamientos de unos contra otros. Esa violencia verbal y las acusaciones mutuas, cuando no hay una investigación concluyente sobre el ataque al senador, son, en realidad, parte del problema.
Podría retomar en esta columna docenas de mensaje de X, pero basta decir que había algunos tan delirantes que sugerían un autoatentado, mientras que otros responsabilizaban de lo ocurrido directamente al “odio alimentado” por el presidente Gustavo Petro, quien en su alocución del sábado en la noche no se quedó atrás y se refirió a sus detractores como “ratas de alcantarilla”.
Como si todo no debiera comenzar por desarmar la palabra, la candidata presidencial Vicky Dávila, refiriéndose a Petro, afirmó que es “responsable político” del atentado contra Uribe Turbay por haber promovido “un ambiente de violencia”.
“Cuánta violencia ha (sic) promovido usted y sus bodegas de sicarios en redes y sus esclavos obedientes del gobierno”, le dijo la precandidata a Petro en su cuenta de X.
Los mensajes de Vicky Dávila y de otros precandidatos y candidatos presidenciales se produjeron mientras el país experimentaba conmoción por el atentado contra el senador Uribe Turbay, lo que contribuyó a aumentar la desazón.
Los opositores dictaminaron que el culpable de la crispación política que vive Colombia es el presidente Petro y que él es el primero que debe bajar el tono. Claro, es el presidente de los colombianos y está obligado a dar ejemplo, pero cada político está en el deber de desescalar el lenguaje sin condicionar a que otro lo haga primero.
¡Qué falta hace en la política un Manual para desarmar la palabra! Así titulamos en la Corporación Medios para la Paz -que dirigió la periodista Gloria Moreno y que conformamos varios colegas convocados por ella- uno de los libros que diseñamos para formar a otros periodistas en el cubrimiento responsable del conflicto armado. La corporación se puso en marcha, justamente, en medio de la difícil situación que vivía el país en los 90 por la guerra y la violencia política.
Harto provecho les haría a muchos políticos leer un manual como ese. Las redes sociales en las que descalifican con visceralidad a sus contradictores amplifican sus rabias y sus odios personales.
La violencia física mata, y la violencia verbal puede incitar al que mata. ¿No lo comprenden? ¿No les interesa entenderlo? Algunos medios de comunicación tradicionales reprodujeron en las primeras horas que siguieron al atentado el odio político que prevalece en el país.
Pero también desde afuera llegaron mensajes que contribuyen a exacerbar el caldeado ánimo interno. El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, escribió en su cuenta de X que rechazaba el atentado y lo consideró "una amenaza directa a la democracia y el resultado de la retórica violenta de la izquierda que proviene de los niveles más altos del gobierno colombiano".
Esto, como si la derecha colombiana no fuera proclive, también, a la retórica incendiaria desde los más altos niveles de poder.
Habrá que ver qué dice el secretario de Estado del gobierno de Donald Trump ahora que se sabe, según dijo ayer lunes el director de la Policía Nacional, general Carlos Triana, que el arma utilizada para atacar al senador Uribe Turbay, una pistola Glock 9 milímetros, fue adquirida legalmente en una armería de Arizona, Estados Unidos, el 16 de agosto de 2020.
Así como las drogas van de sur a norte, las armas de la violencia latinoamericana viajan de allá para acá, por la facilidad con que se pueden adquirir en ese país.
El tercer drama de Colombia que comprobamos el sábado es que la niñez sigue dañada por la violencia y por las carencias. Los disparos de un menor de 15 años tienen hoy luchando por su vida al senador Uribe Turbay.
Alguien le pagó por atacarlo, según dijo él mismo cuando lo capturaron. De hecho, lo único claro que tenemos hoy frente al atentado es que un incitador de la violencia está detrás de ese niño. ¿Un grupo armado ilegal? ¿Un fanático? ¿Un enemigo político? En cualquier caso, un cobarde que usó a un menor de edad para materializar su odio. Esto, por sí solo, nos confirma lo mal que seguimos en Colombia.
Ayer, dos días después del atentado al precandidato Uribe Turbay, los partidos Liberal, Conservador, Cambio Radical y Centro Democrático expresaron su negativa a asistir a una reunión convocada por el Gobierno para hablar de “garantías electorales”, según dijo el ministro del Interior, Armado Benedetti.
Con distintos argumentos, los cuatro partidos rechazaron la convocatoria, una muestra más del mínimo interés que tienen por desescalar la hostilidad política que critican en las redes sociales. Escasas esperanzas le quedan al país cuando, después de un atentado contra un candidato presidencial, la reacción de varios partidos políticos es la animosidad.
