Juan David Correa
19 Junio 2025 07:06 am

Juan David Correa

El centro y las periferias

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Dos ideas expresadas, una en columna de opinión, en CAMBIO, y otra en un trino en X, me rondan esta semana. La primera de ellas es de la directora del Instituto Distrital de las Artes, Idartes, María Claudia Parias, quien expresa sus dudas sobre la propuesta a reformar la Ley General de Cultura de 1997 que presentamos como Gobierno —me incluyo porque fui uno de sus impulsores y la concebí mientras fui ministro de las Culturas, las Artes y los Saberes—. Según Parias, se trata de “una apuesta riesgosa para Bogotá”. La otra, proviene del abogado y columnista de opinión Ramiro Bejarano, quien escribió, a propósito de las marchas del silencio realizadas en todo el país el pasado domingo: “Impresionantes las marchas del silencio en todo el país. Sin mingas, buses, estudiantes del SENA, funcionarios públicos obligados y sin gastar un peso, los colombianos se hicieron sentir como nunca ha ocurrido en este Gobierno. Imposible que estas imágenes que están siendo aplaudidas en el mundo, no conmuevan a @petrogustavo».

Si me llamaron la atención los dos asertos fue por la misma razón y no tiene qué ver con la referencia de los temas que trataron dos personas que respeto y considero inteligentes; personas que han tenido carreras sólidas y que no hacen parte de aquellos seres que nos han devorado con su ambición política, anteponiendo el interés personal al general, discurriendo ambos con probidad sobre asuntos de la vida pública y cultural del país de los últimos treinta o cincuenta años, respectivamente. Y me llama la atención por una idea que me ronda hace mucho tiempo, quizá desde cuando era niño en esta ciudad.

Crecí en Usatama, un barrio del centro de Bogotá —un centro industrial, frente a la fábrica de cervezas Bavaria, en la calle 22 con carrera 30— que para la mayoría de mis compañeros de clase en el colegio San Viator, era el sur, el comienzo de los extramuros, allí donde lo popular comenzaba a significar una esencia social antidemocrática populista, allí donde anidaban la inconformidad y las raíces de la revolución, según la lógica de la época. Mi colegio era un ecosistema de unos 1.500 estudiantes de aquello que desde los años cincuenta y sesenta comenzó a llamarse en nuestro país “la clase media”. Era un colegio, cómo no, de religiosos católicos. Durante los años sesenta, la Alianza para el Progreso, una política pública impulsada por la administración Kennedy, para apoyar con inversión —unos 20.000 millones de dólares— el desarrollo en América Latina, creando instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo (1959), trasladó una operación cultural de la cual somos hijos quienes nacimos en esa o las décadas subsiguientes, prometiendo la creación de empleo estatal, la reforma agraria, la estabilización de precios, el establecimiento de gobiernos democráticos, la promoción de la vivienda pública y privada, la construcción de una manera de vida panamericana, que se pareciera a Estados Unidos y contuviera el ímpetu revolucionario que comenzaba a difuminarse por la región, habida cuenta de la revolución cubana de 1959. La clase media panamericana se imaginaba como un muro de contención de una clase media latinoamericana incómoda con la situación de millones de indígenas, negros, afros, campesinos y pobres que habían tenido que huir tras las violencias ocasionadas por los desplazamientos, las guerras civiles, la colonización, la mentalidad terrateniente y la violencia. Esta clase media de la que hice parte tenía padres o madres servidores públicos, que pagaban a cuotas un apartamento, que viajaban con planes de ahorro —recuerdo el Plan 25 de Sam—, que competían por tener el mejor carro dentro de sus posibilidades, que soñaban con ir a Disney, que veían telenovelas todas las noches, que iban a misa los domingos, que tenían empleadas domésticas —muchas menores de edad traídas del campo, de las regiones de donde proveníamos, en mi caso, Armero, Tolima— a las que se les llamaba “internas”, “coimas”, “sirvientas”, y de las cuales muchos muchachos de esa clase abusaban reemplazando la práctica de la generación anterior en la cual el padre llevaba a sus hijos al prostíbulo, por la de estar con “la de adentro”.

Los planes eran ir al centro comercial, jugar maquinitas, tener tenis de marca gringa hechos en Corea, o en Vietnam —importados, pero casi siempre de contrabando comprados en los San Andresito del país—, soñar con salir de Colombia, y de paso, casi siempre esconder los orígenes rurales, a menos que se tratara de reemplazar dichas proveniencias por grandes haciendas. También era imperativo hablar inglés. Y entre más “blanco” fueras de piel, eras más deseable o soportable en ciertos ámbitos. El futuro era poder irse del país. Hacer un posgrado en Europa o Estados Unidos, y regresar quizás a ser parte de ese tipo de sociedad a la que le corresponde, ante todo, según esta idea, la protección de la democracia. Una sociedad que conoce y acata su posición social, venera las jerarquías de clase, respeta los roles de género de acuerdo con ciertas capacidades económicas, identidades políticas y un sistema de reglas patriarcales. “Una sociedad armónica, políticamente tranquila y socialmente estable que se presenta como la condición fundamental para lo que se percibe como una paz verdadera”, según las palabras del historiador Ricardo López-Pedreros, en su estupendo estudio sobre las clases medias en Bogotá, La clase invisible: Género, clases medias y democracia en Bogotá, publicado por la Universidad del Rosario y el sello Crítica.

Esa sociedad armónica es la que señalan las dos personas que cité al comienzo de esta columna. De un lado, aquella sociedad que se siente amenazada por una reforma que para su visión tecnocrática y legalista del mundo “amenaza” a la gran ciudad, y una sociedad que no está compuesta por buses, mingas, aprendices técnicos —no profesionales—, y demás sujetos sociales que no cuentan con las condiciones de ese anhelo de ser una clase media supuestamente apolítica, ese amortiguador soñado entre los ricos y los pobres; aquellos que no le hacemos mal a nadie, que somos un proyecto soñado por el mundo que iba a garantizar las democracias pero que se convirtió en el refugio del pánico político y moral de la sociedad.

La promesa de las clases medias que hoy se sienten en un imposible lugar que queda entre las oligarquías y el populismo, es abandonar la política y abrazar la presunta técnica, como si el Estado y la democracia fueran un concurso de méritos y no una disputa por el poder, las ideas y la creación de unas mejores condiciones de vida para los habitantes de una nación. Seguir soñando con Bogotá y las amenazas a los conjuntos privados, a una seguridad frágil, a unos equilibrios que dependen de la obediencia y no a la discusión pausada, con unos sujetos sociales que no tienen nada que ver con nada de lo que pase, pues presumiblemente estamos —o están— más allá del bien y del mal, por haber sido críticos en el pasado, como lo son ahora, es abandonar la posibilidad definitiva de hacer un acuerdo nacional con quienes, por fin, han encontrado, a veces a fuerza de movilizarse, viajar días en chivas, sonreír sin dientes en la plaza de Bolívar; aquellos y aquellas como los únicos afrocolombianos que perviven en la memoria de mi infancia de clase media, en ese barrio de manzanas y renoles y niños bañados y peinados a las siete de la mañana y música disco y breakdance y bicicletas Mongoose; esas palenqueras que huían del despojo de sus barrios y de sus casas y, aún ataviadas con sus vestidos coloridos y sus palanganas sobre sus cabezas, gritaban en las tardes:

—Cocaaaadaaas, cocaaadaas.

In memoriam: Falleció en Bogotá, el pasado domingo 14 de junio, Dora Deyanira Bernal Nieto, física de la Universidad Nacional de Colombia. Una profesional de alto nivel que defendió, internacionalizó y dignificó la universidad pública en Colombia. Sus nietas e hijos han perdido a una gran mujer. Sus estudiantes a una mente brillante. Sus colegas a una profesional intachable. Mis sentimientos están con ellos. Y con su compañero de vida, Roberto Burgos Cantor, con quien se irá a la sombra de la ceiba de nuestra memoria. Gracias, Dorita: te vamos a extrañar.

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