David Colmenares
3 Julio 2025 06:07 am

David Colmenares

El costo de liderar con miedo

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Lo vi.
Era una operación con todo a favor: beneficios generosos, buenos sueldos, talento real.
Y sin embargo, algo estaba quebrado.
La energía era baja. La exigencia, mínima. Las conversaciones giraban en torno a lo que no se podía, a lo que ya no tenía sentido intentar.
Había un aire de “me lo merezco” sin entrega, de denuncia sin propuesta, de comodidad disfrazada de justicia.

Pero lo más grave no era eso.
Lo más grave era el liderazgo que lo toleraba.
Jefaturas que repetían “la gente está quemada” como excusa para no pedir resultados.
Que decían —sin sonrojarse—: “es que aquí todo es complicado, ya vas a ver”.
Que preferían apagar el ánimo del equipo antes que desafiarlo.
Matar la esperanza antes que intentar soñar.
Y frente a la mediocridad, no hacían nada.
No por cinismo. Por miedo.
Miedo a incomodar.
Miedo a parecer autoritarios.
Miedo a que alguien les dijera que ya no eran empáticos.
Miedo a su calificación en las encuestas de clima laboral.
Miedo a las denuncias anónimas (ese lo tenemos todos).
Pero en nombre de ese miedo —y de una falsa idea de cuidado—, entregaban la cultura sin pelearla.

Hay líderes que confunden el cuidado con la evasión.
Evitan dar retroalimentación porque “no es el momento”.
Posponen conversaciones difíciles porque “el equipo está saturado”.
No corrigen cuando hay fricciones. No toman decisiones.
Piensan que llenar de palabras el aire y organizar reuniones masivas es liderar.
Se reúnen tanto, y debaten tanto, que cuando por fin hay una decisión, ya nadie sabe quién la tomó ni qué hacer con ella.

Lo dice el Harvard Business Review: muchos líderes malinterpretan la empatía y optan por el silencio para evitar el malestar inmediato. Pero esa evasión, a largo plazo, erosiona la confianza.
Daniel Goleman lo llama “empatía sin dirección”: una compasión que acompaña, pero no sostiene.
También hay liderazgos que todavía no están listos.
No por falta de ganas ni por maldad.
No porque sean autoritarios o crueles —eso es otro tipo de daño—, sino porque tienen miedo.
Miedo a equivocarse, a incomodar, a perder aprobación.
Miedo a cargar con una decisión que no saben cómo sostener.
Son liderazgos que acompañan cuando todo fluye,
pero desaparecen cuando hay que decidir.
Que dudan, eternizan el análisis, o delegan en comités lo que solo ellos pueden sostener.
No por falta de capacidad.
Por falta de coraje.

Y si ese es el caso —si el nuevo líder todavía no tiene el coraje necesario—, entonces alguien más tiene que estar ahí para apoyarlo.
Porque parte del liderazgo también es formar a quienes aún no están listos.
No bajándoles la vara. No haciéndolo por ellos.
Sino recordándoles que pedir ayuda no es señal de debilidad, sino de madurez.
Y que liderar empieza por admitir lo que uno aún no sabe.

Ya sea un cobarde moral con años de cargo, o un cobarde por inexperiencia que aún no se anima,
el equipo lo ve.
Porque una cultura no se forma con ideas.
Se forma con actos humanos, visibles y repetidos.
Con lo que se dice.
Con lo que se evita.
Con lo que se tolera.
Y también se destruye por omisión.
Por la ausencia del líder que no sostuvo.
Que no dijo.
Que no estuvo.
Y que, en nombre de la empatía, dejó pudrir lo que pudo haber transformado.

Amy Edmondson, desde Harvard, lleva años demostrando que la seguridad psicológica —esa sensación de poder hablar sin miedo— es el primer factor para que un equipo funcione.
Pero esa cultura empieza arriba.

Es el líder quien tiene que dar el primer paso.
Decir la verdad.
Sin disfrazarla.
Y quedarse después, para sostener lo que abrió.
Brené Brown lo dice sin vueltas:
“Clear is kind. Unclear is unkind”.

Ser claro, cuando algo no está bien, es cuidar.
Dar retroalimentación honesta, aunque incomode, es cuidar.
Sostener un estándar, aunque a alguien le duela el ego, también es cuidar.

Cuidar, cuando se lidera, no es evitar el conflicto.
Es sostener el estándar incluso cuando todo invita a bajarlo.
Es decir “esto no está bien” con respeto, pero sin disfraz.
Es pedir más, no por capricho, sino porque alguien lo vale.
Es incomodar sin faltar.
Es no desaparecer cuando se necesita presencia.
Es nombrar lo que duele, sin soltar a quien lo escucha.

Liderar, en esencia, es elegir no rendirse.
No por soberbia. Por responsabilidad.

Porque cuando el líder se calla, el equipo lo nota.
Cuando mira para otro lado, el equipo aprende a hacer lo mismo.
Y cuando baja los brazos primero… nadie los vuelve a levantar.

Porque ese es uno de los precios de no liderar con valentía.
Tal vez no sea el único.
Pero para mí, es el más alto.

La buena noticia es que no se necesita grandeza para empezar.
Solo voluntad de estar. De sostener.
De hablar cuando es más fácil callar.
De decir lo incómodo sin destruir.
De hacer el trabajo difícil, aunque no haya aplausos.

Lo viví.
Una noche, antes de una inspección crítica, el equipo se quedó trabajando hasta tarde, afinando cada documento como si se les fuera la vida.
Fui a las once. Me fui a las dos.
No hice magia. No resolví nada porque sinceramente no sabía hacer lo que ellos estaban haciendo.

Pero estuve.
Y a veces, eso es liderar.

Y si en algún momento se duda entre protegerse o hacerse cargo, entre callarse o decir lo que hace falta,
entre evitar la incomodidad… o atravesarla con dignidad, el camino —aunque cueste— es por ahí.
Paso a paso. Voz a voz. Un día a la vez. Solo por hoy.
 

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