Federico Díaz Granados
3 Febrero 2025 04:02 am

Federico Díaz Granados

El eco de un primer libro

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La década de los noventa parecía una síntesis de todos los cataclismos anteriores que nos definieron como nación. Estaban para esos días aún abiertas muchas de las heridas que fracturaron nuestra sociedad en mil astillas que todavía no podemos recomponer. Todavía estaban frescas las imágenes de la toma y retoma del Palacio de Justicia, de la masacre y exterminio de la Unión Patriótica, de los asesinatos de líderes como Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro y Bernardo Jaramillo, entre tantos otros, y de los escombros que dejaban las bombas del narcotráfico, imágenes todas que servían como telón de fondo de fracaso que dejaba la guerra. Mi generación había crecido entre esos conflictos y sin duda eso forjó nuestro carácter. La adolescencia llegó con miedo y escepticismo y nos aferrábamos a pequeños hitos culturales o deportivos como refugio a ese derrumbe. 

En 1995, la bohemia cultural y política se vivía, principalmente, entre dos escenarios: por un lado, la rumba salsera y sonera en lugares como Galería Café Libro, Quiebra Canto, Goce Pagano, Saint Amour, Casa de Citas y Son Salomé, entre otros, y por otro lado las tertulias y noches alrededor de la canción protesta, la nueva trova cubana, el rock en español y la nueva canción chilena que se vivía en bares como Famas & Cronopios, El Bulín, Búhos Bar, El Patio del Arte, La Arcadia, Café Cinema, Rayuela y Los Versos del Capitán, por mencionar algunos. En todos esos lugares y otros tantos la noche bogotana sobrevivía a la inseguridad y el miedo que heredamos de los años anteriores y en ambos escenarios de la aquella bohemia se prolongaba la conversación política, la discusión y el debate. 

Mi poca habilidad para el baile hizo que fuera más cercano a las noches de los llamados bares de autor, en los que poco a poco se fue delineando mi educación sentimental mientras en los bafles sonaban canciones de Sui Generis, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina, Mercedes Sosa y Violeta Parra, por mencionar algunos. En Famas & Cronopios de la calle 45 escuché muchas veces a Iván y Lucía cantar no solo los emblemáticos temas de sus primeros elepés, sino aquel poema que mi padre le escribiera a mi madre por allá a comienzos de los setenta y que, con la música de Iván Benavides, se convirtió en uno de los himnos de las noches bogotanas ochenteras: Alba. “Para mi loca vida al mediodía, un día tras día que todo el sol regó la lluvia”, decía. 

En Famas & Cronopios conocí a amigos que todavía me acompañan en la vida, entre ellos a su dueño, el chileno Hugo Cristian Fernández, quien supo juntarnos a todos alrededor de muchos sueños compartidos y utopías imposibles. Allí se dieron conversaciones luego de un recital de poesía de un concierto y nos sentíamos seguros en la ‘ciudad de la furia’. Los bares, esos ‘barcos balleneros’ de los que hablaba el poeta Armando Orozco, eran los lugares para las presentaciones de los libros de poesía y las primeras tarimas de muchos narradores orales y cantautores. La capital se llenaba de carteles que anunciaban la programación cultural de esos bares: Hernán y Chona e Iván y Lucía en El Bulín, el grupo Clave de Luna en Famas & Cronopios, Néstor Pongutá en La Arcadia, Roberto Camargo en Búhos Bar, Teto Ocampo y Miguel Moyano en El Patio del Arte y Jimena Ángel en Arte y Cerveza (más conocido en el bajo mundo como Jarte y Cerveza). La noche bogotana se revelaba luminosa en medio de la noche oscura del país. 

Así, 1995 era un año de contrastes y, un par de años atrás, con gran timidez, había decidido mostrar mis primeros intentos de poemas a Hugo Cristian. No era fácil. Había nacido en un hogar literario y había visto desfilar desde niño a grandes poetas por la sala de mi casa. El parricidio natural del hijo de un escritor era más complicado porque no solo era ser rebelde con un amoroso y generoso padre, sino con toda su generación y amigos que hacían parte de mi genealogía de afecto. No era sencillo mostrar los primeros versos o compartir que había decidido seguir el camino de la literatura por temor al poco entusiasmo en algunos y escepticismo en otros. Pero en los días de las dudas, Hugo Cristian abrió las puertas de su bar para que yo leyera esos primeros poemas ante la presencia de los generosos amigos, compañeros del colegio de la universidad que, por puro afecto, aplaudirían cualquier acróstico cursi que yo leyera. Una noche, Hugo Cristian me pidió una copia de aquellos poemas y al poco tiempo me comentó que apostaría por publicar mi ópera prima para iniciar un proyecto editorial iba a impulsar a jóvenes voces de la capital. 

Treinta años han pasado desde que Las Voces del Fuego apareció en 1995. El pie de imprenta dice: “este libro se terminó de imprimir el 30 de enero de 1995”, lo cual se hizo en una de las viejas imprentas que había en la desaparecida Calle del Cartucho, en Bogotá. Ese mismo día apareció, en la columna que publicaba los lunes el poeta Jotamario Arbeláez en El Tiempo, el generoso prólogo que el maestro nadaísta había escrito para saludar este primer libro de su pupilo: “¿Hasta dónde llegará Federico? El hecho de que haya llegado hasta aquí significa que no se ha perdido, que en su nave va y en su nave viene. Ha elegido la poesía como otros eligen la loción para la silla eléctrica. Sabe que es un estigma que salva y que tendrá que pagar por ello. Otros pagaron con la razón, con las bolsas y con la vida. Ahora juega Federico. Se descarta. Le sirven todo lo que pide. Este libro paga por ver. Estoy seguro de que ganará la partida”, finaliza Jotamario y fue esa mi ‘alternativa’, como llaman en el mundo taurino. Lo que quiere decir en pocas palabras que celebro treinta años de insistencia en la poesía. Parafraseando al gran poeta peruano Antonio Cisneros, aquel libro me dejó “la desvergüenza necesaria para seguir publicando poesía”. 

Tres décadas después me desconozco totalmente en aquel libro. Lo encuentro fallido y apresurado, pero, como los navegantes que regresan a un puerto antiguo, lo revisito con una mezcla de asombro, distancia y gratitud. Era un mundo diferente, o quizá yo era quien lo veía con ojos distintos. Escribir Las Voces del Fuego fue un acto de fe, una declaración de lealtad a la palabra como capaz de iluminar todo. Quizás por eso el título. Algo del fuego en su calor y su luz que se llena de voces era algo de lo que creía que la poesía podía ser capaz. Me desconozco y a la vez me reconozco en aquella mirada más inocente y en la búsqueda en las palabras de regresar a la infancia y su luces de bengala. Me desconozco respecto a lo que busco hoy en la poesía y me reconozco en la ingenuidad y el fervor que sostenían cada página. 

Por eso celebro hoy, más allá del pretexto de aquel librito que con generosidad publicó Hugo Cristian, la lealtad de todos estos años a la poesía. Ha sido la forma suprema de la amistad que me ha dejado en medio de un camino difícil, muchas veces imposible, a los mejores compañeros de la vida. Por eso celebro a los amigos de aquellos años y los que llegaron después. Insisto en la poesía gracias al desparpajo con los que, en aquel 1995, fui con una maleta al hombro a llevar ejemplares a los redactores culturales de entonces en busca de alguna reseña y a algunas librerías para que me permitieran dejar algunos pocos libros en consignación. Aquel joven con la maleta al hombro es al que intento seguir siendo leal porque sigo creyendo en que en un mundo que parece girar cada vez más rápido, donde las palabras muchas veces se desgastan antes de pronunciarse, la poesía debe seguir siendo un espacio para habitar lo esencial y la lentitud. Sigo siendo fiel al joven que llegaba a vender ejemplares de su primer libro al cine club El Muro que nacía en ese mismo año después de las funciones de La Sociedad de los Poetas Muertos, El Cartero y El Lado Oscuro del Corazón

Tres décadas después, confirmo lo que entonces intuía: la poesía es resistencia y reconciliación. Mi mirada ha cambiado y claramente no soy el mismo de aquellos años, pero el diálogo con el niño y el joven de entonces continua porque no puedo traicionar aquellas ilusiones que me han sostenido en el mundo. A eso es lo que rindo gratitud tres décadas después, ahora más que nunca que el mundo va más veloz y se desmorona con mayor fuerza. Treinta años después ha cambiado la forma de mi asombro. La poesía sigue siendo mi casa, mi refugio y mi intemperie. Sigo con las mismas dudas de aquellas noches de Famas & Cronopios buscando reconciliarme conmigo mismo y con mis miedos e insistir en ese pacto eterno con la poesía que me permite hoy escuchar con afecto el eco de aquel primer libro. No hay certezas, solo la lealtad a aquella fiebre inicial, la misma que me hace regresar, a pesar de todo, al mismo fuego.

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