Marta Orrantia
26 Octubre 2024 08:10 am

Marta Orrantia

El fin de la selva

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En el pénsum de mi colegio no estaba incluida La vorágine. A las monjas con quienes estudiaba no parecía interesarles lo que ocurría en una selva lejana de su convento benedictino en Bogotá y en cambio veían con buenos ojos que las niñas leyéramos obras del siglo de oro español, como El alférez real, que era más acorde con nuestra educación anticuada y prosopopéyica. 

La leí, entonces, como leía todo en esa época, en el bus del colegio, o camuflada entre los libros de física y religión. Así conocí no solo a Rivera sino a Rulfo, a Carpentier, a Cortázar, a Onetti y a Borges. No por intelectual, sino por enamorada, porque mi novio de entonces, que era bastante mayor que yo, leía a esos autores. 

Entendí poco La vorágine. No pude superar ese lenguaje denso como la selva que describía y me devoró, como a Cova, la manigua intransitable y las fiebres de pesadilla que tenía cada vez que terminaba una de sus tres partes. Me pareció eterna, compleja, ajena. Pero también me pareció inquietante. 

Confieso que desde ese momento no había vuelto a leerla, pero debido a las celebraciones del centenario, que en realidad es en noviembre, pero que han ocurrido todo el año, me pidieron intervenir en un conversatorio y volví sobre sus páginas. Sobra decir que fue un libro distinto de aquel que me perturbó tanto cuando era adolescente. Puede ser que esta vez lo leí con los ojos de la experiencia, no solo la experiencia literaria (que por supuesto me ayudó a navegar por la novela) sino la experiencia de la vida. Hace más de treinta años que voy con alguna frecuencia a pescar al Orinoco. He estado en los cerros de Mavicure, en el caño Muco, en el río Guaviare y en el raudal de Maipures. Me he internado en esas junglas paradisiacas y aun vírgenes, he navegado en sus ríos llenos de pirañas y temblones, he dormido en sus playones, donde yacen los caimanes y las serpientes. Este territorio todavía conserva la magia de lo secreto y aún hay jejenes criminales y plagas y fiebres, y, es triste decirlo, todavía lo pueblan los mismos habitantes de hace cien años: pobres y esclavos, marginales que buscan enriquecerse de manera fácil y capataces corruptos, que hoy no hieren los árboles buscando caucho, sino que los talan para llevarse la madera o para sembrar coca.

Recuerdo una noche en particular, hace ya muchos años, cerca de Mavicure. Dormíamos con un grupo de amigos sobre unas piedras del río, después de haber pasado el día pescando caribes en una lancha inflable. Teníamos la valentía y la curiosidad que dan la juventud, y estábamos cansados y hambrientos. Hicimos una fogata y asamos las pirañas y las acompañamos con tragos de ron. Probablemente el humo y las voces atrajeron a un hombre, que se acercó a saludar. Era un viejo, o lo era para nuestros estándares de post adolescentes. No sé cómo se llamaba, no lo recuerdo, pero sé que era oriundo de Zipaquirá, un empleado público del entonces Inderena al que habían mandado a ese territorio fronterizo a manejar un puesto de control por el que no pasaba nunca nadie. Su único trabajo consistía en encender una radio y reportar que no había venezolanos en el caño, y lo cumplía con religiosidad a las seis de la mañana y a las seis de la tarde. Una vez a la semana llegaba un baquiano a apertrecharlo de víveres y el resto del tiempo estaba solo. Solo y en silencio. Esperando el momento en el que pudiera pensionarse para salir de ese infierno en el que se lo tragaban los mosquitos. Recuerdo ahora sus piernas llagadas y se me viene a la cabeza Clemente Silva, tal vez el personaje más hermoso de la novela, un viejo que busca los huesos de su hijo para liberarlo de su tumba en la manigua. Un hombre acabado, solitario y desengañado, como aquel funcionario público.

Lo bueno de los libros buenos es que siempre nos dicen algo de nosotros mismos, pero La vorágine no solo nos habla de nuestra alma sino de nuestro país. Todavía existen, cien años después, los mismos personajes que deambulan en el río como fantasmas de aquellos que conjuró Rivera en su novela. Todavía ellos malviven en lugares abandonados a su suerte y todavía mueren en sus selvas de enfermedades que son tratables en la ciudad. Todavía no ha llegado el gobierno, ni las vías, ni los servicios públicos. Todavía es tierra de nadie y tal vez lo único que ha cambiado en tanto tiempo es que esa naturaleza inexpugnable ya se ve cansada y exigua. Porque esa selva infinita que José Eustasio Rivera describe en su libro, de tanto desangrarla ya ha empezado a mermarse, y con ella sus dantas y sus nutrias y sus jaguares y sus micos, y sus árboles milenarios y sus sonidos voluptuosos. Y poco a poco va quedando solamente el abandono.

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