En menos de un mes intentaron estafarme dos veces con la misma técnica: me ofrecieron una tarjeta Mastercard Black con beneficios irresistibles. Es una modalidad diseñada para quedarse con el chip de mi tarjeta real. No caí, pero estuve cerca.

Esta semana me llamaron, supuestamente de Bancolombia, con una oferta irresistible. Me querían entregar una nueva tarjeta de crédito, MasterCard Black, con más cupo, doble de millas durante cuatro años, cero cuota de manejo de por vida, asistencia en todo tipo de requerimientos, cero costo en avances de efectivo y otros beneficios más. Sonaba tan bien que era muy difícil decir que no.
Pero había un pequeño detalle: ya había recibido una llamada muy similar unas semanas atrás. Y esa vez casi caigo.
Cuando los delincuentes llamaron la primera vez, no me pidieron datos; ya los tenían. Mi nombre, mi número de teléfono, la dirección de mi residencia y los últimos cuatro dígitos de mi tarjeta de crédito. Todo parecía legítimo. Con un tono amable y profesional, me explicaron que, si aceptaba la oferta de reemplazo de la tarjeta, la actual sería cancelada esa misma noche y que debían entregarme la nueva con urgencia.
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“El clic del primer tijeretazo rompió la ilusión. En ese instante supe que estaba cayendo en una trampa”.
Primera bandera roja: los bancos no cancelan una tarjeta de crédito sino hasta que la de reemplazo haya sido activada. Pero, como cualquier persona, me quedé atrapado en el sesgo de confirmación. Uno quiere creer. Uno justifica lo extraño. Un exvicefiscal me explicó que es normal: en un fraude, la víctima trata de darle sentido a lo que no cuadra hasta que es demasiado tarde.
Acordamos la entrega. Cuando el mensajero llegó, vestía de manera formal y portaba una bolsa plástica que contenía una tarjeta con mi nombre en relieve, el logo de mi banco además del de Mastercard. Todo parecía auténtico, hasta que insistió en que debía entregarle mi tarjeta actual para ser destruida.
Segunda bandera roja. Le dije que no era necesario, pero insistió en que le entregara la tarjeta. Y, por ingenuo y tonto –porque no encuentro otra explicación–, se la di. Con unas tijeras, cortó el plástico. El clic del primer tijeretazo rompió la ilusión. En ese instante supe que estaba cayendo en una trampa. Lo que realmente querían era el chip de mi tarjeta, una modalidad de fraude sobre la que ya había leído y que, con ese sonido seco, irrumpió de golpe en mi mente. Ahora, yo era la víctima y, frente a mí, tenía a uno de los victimarios de la banda.
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“El delincuente recortó con cuidado el borde del chip verdadero y lo escondió en su mano derecha”.
Con el chip real en poder de los delincuentes pueden hacer compras como si fueran el titular. Así que, sin quitarle la vista de encima, le insistí en que destruyera también el chip. Fue entonces cuando ocurrió algo digno de un truco de magia barato.
El delincuente recortó con cuidado el borde del chip verdadero y lo escondió en su mano derecha. Con la otra, como por arte de ilusión, apareció otro chip cayendo torpemente al suelo. Supuestamente era el chip de la tarjeta que estaban reemplazando. “Ahí está, señor, para que lo destruya”, dijo con confianza.
Le sostuve la mirada con firmeza y le pedí que abriera la otra mano. Lo hizo. Y ahí estaba el chip original, intacto. Había intentado cambiarlo delante de mis ojos. Le pedí que me lo diera y me lo entregó sin oponer resistencia.
Para ese momento, ya había salido el conserje del edificio a acompañarme, pues presintió que algo extraño estaba sucediendo. El delincuente, sintiéndose observado, improvisó una salida torpe: “Señor, esto no es un fraude”. Claro, porque si un delincuente lo dice, debe ser cierto. Salió caminando con paso apurado, antes de que pudiera responderle.
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“Como ya sabía de qué se trataba, decidí seguirles la corriente para entender mejor esta modalidad delictiva”.
Me quedé con una falsa nueva tarjeta de crédito. Al revisarla con detalle veo que es de mala calidad de impresión y manufactura. También me quedé con los pedazos de mi tarjeta verdadera y, lo más importante, con dos chips en mi mano, el real y el falso. También me quedé con unos documentos que intentó hacerme diligenciar y firmar, cuyo propósito -ahora lo entiendo- era distraerme para que él pudiera hacer su magia sin que yo lo estuviera mirando.
Llamé al banco. Cancelaron mi tarjeta y al día siguiente, sin mayor trámite ni insistencias sospechosas, mi tarjeta nueva llegó en un sobre pequeño a la portería del edificio. No había necesidad de que yo estuviera presente para recibirla.
La segunda llamada llegó unas semanas después. Otra vez, la misma oferta irresistible: increíbles beneficios, cero cuota de manejo de por vida, mayor cupo. Como ya sabía de qué se trataba, decidí seguirles la corriente para entender mejor esta modalidad delictiva.
Aquí fue cuando noté algo interesante: cuando los confrontaba con preguntas lógicas, se contradecían.
Por ejemplo, me dijeron que yo debía estar presente para recibir la tarjeta. Les respondí que eso no era cierto, que los bancos la envían a la portería o al buzón sin necesidad de coordinar una entrega en persona. Aceptaron su error sin dudarlo, pero enseguida cambiaron el discurso: “Ah, sí, pero necesitamos confirmar sus datos de todas maneras para coordinar una entrega. Usted no tiene que estar presente”.
Cuando les pregunté qué información tenían sobre mi tarjeta actual, esta vez me dieron datos genéricos. Puras invenciones. Pero su estrategia no era convencerme con precisión, sino mantenerme enganchado en la conversación hasta lograr su objetivo: que aceptara una entrega en persona y que les diera mi tarjeta actual.
Cansado y sabiendo que no iba a concretar una entrega, decidí cortar el intento de fraude de una forma poco convencional. Les pregunté cuánto dinero ganaban al día con este tipo de fraudes. No hubo respuesta, colgaron la llamada.
Después de contar esta historia, algunas personas me dijeron: “¿Y por qué no les hizo una trampa? Podría haber llamado a la Policía para que los atraparan”.
La respuesta es sencilla: no es mi trabajo y no voy a exponer mi seguridad personal.
Yo no soy policía, ni investigador de fraudes bancarios, ni agente encubierto. Estos delincuentes pertenecen a bandas organizadas que con seguridad logran hurtar enormes sumas de dinero, y no quiero explorar hasta qué punto pueden ser peligrosos. Prefiero evitar riesgos innecesarios y dejar esas labores en manos de quienes sí están entrenados para ello.
Lo que sí puedo hacer es compartir mi experiencia. No para advertir con un mensaje obvio como “tengan cuidado con las estafas”, sino para mostrar cómo funcionan. Porque una vez que uno las reconoce, es más difícil caer.
Y así fue como en menos de un mes intentaron quedarse con el chip de mi tarjeta de crédito dos veces. No sé si volverán a intentarlo, pero, si lo hacen, ya sé que la mejor tarjeta de crédito no llega con promesas irresistibles de la mano de un truco de prestidigitación barato.
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