Marta Orrantia
7 Diciembre 2024 03:12 am

Marta Orrantia

El hombre del agujero

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Se le conocía como “el hombre del agujero” y era el único sobreviviente de una tribu indígena del Amazonas. Todos los demás, sus parientes, sus amigos, tal vez sus hijos, fueron envenenados con raticida por taladores o cuatreros y desde ahí él se dedicó a huir, a huir de todos. En su carrera por esconderse construía chozas y en ellas cavaba huecos de dos metros de profundidad, no se sabe para qué, pero eso fue lo que le dio su apodo. Se alimentaba de micos, de semillas, de frutas. Estaba solo. Tremendamente solo. Y así murió, más de veinte años después de haber emprendido su huida por la selva interminable. Esto cuenta Juan Gómez Bárcenas en su recién publicado ensayo Mapa de soledades, donde aborda este mal, la soledad, que ya se conoce como la epidemia del siglo XXI.

No es necesario ser el último de la tribu para sentirse solo y ciertamente tampoco es necesario adentrarse en la selva. En las ciudades padecemos de nuestra propia dosis de soledad, y casi siempre son los marginados (los sintecho, los ancianos) quienes están en mayor riesgo de sufrirla. También está sola, dice Gómez Bárcenas, el ama de casa en un oficio digno de Sísifo que, por demás, no es reconocido. Está solo el prisionero y me atrevo a decir que está solo el inmigrante y también el rey, sin importar la paradoja de que el primero no tiene país y el segundo es dueño de un país entero. Están solos también los hikikomori, un término japonés para denominar a aquellos que viven encerrados y cuyo único contacto social es a través de las pantallas de sus computadores, y si bien el nombre es nipón, hay hikikomori en Europa y también en América. 

La soledad de hoy es una soledad en muchedumbre, sin lazos estrechos ni solidaridad, alimentada en buena parte por un sistema económico depredador, donde lo único que importa es ganar dinero para consumir productos y nos obliga a caminar o a coger el bus como autómatas yendo y viniendo de un trabajo agotador y poco estimulante. Pero no solo es el capitalismo el culpable. También la tecnología, porque las pantallas han reemplazado la conversación y los amigos virtuales han sustituido las redes de apoyo. Empeora la situación el mundo después del covid, donde podemos quedarnos en casa como una extensión más del trabajo, tecleando en silencio y sin contacto humano, excepto por las reuniones virtuales, donde aparecen colegas con fondos de pantalla falsos y vestidos de la cintura para arriba.

En países como Inglaterra y Japón se han creado ministerios de la Soledad que lidian con el asunto, aunque sin mucho éxito, y son más bien las iniciativas ciudadanas y de las comunidades, los programas de los barrios y las pequeñas bibliotecas las que terminan haciendo algo, lo que pueden, para contrarrestar lo que conlleva la soledad: depresión, vergüenza, suicidios, locura. 
El asunto de la soledad no se vive solo en los países desarrollados sino también en países como Colombia, donde también nos sentimos solos. Acaso nuestra soledad es aún mayor porque aquí además nos sentimos abandonados de Dios y del Estado, de los otros y de los nuestros, dejados a la deriva para enfrentar la violencia y condenados a vivir huyendo como el hombre del agujero. 

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